EL TIEMPO FELIZ, la intemperie, el desarraigo... he aquí
tres maneras de reconciliarse uno mismo con su sombra o su huella o su
fantasma, en el pasado, el presente (si es que existe el presente) y el
porvenir. Cierta vez, en aquellos años cuando Rita Martin y yo éramos jóvenes
aún, escuché a T. S. Eliot entonando unos versos sobrecogedores. Antes de mis
lecturas de Eliot –mayormente ensayísticas-, Rita se encontraba allí, en una
época de mi vida en la que también estaban Ezequiel Vieta y otros amigos. La recuerdo en
1983 o 1984, sentada en un ómnibus muy incómodo y lleno de humo, rumbo a la
Universidad de Santiago, adonde íbamos a leer nuestros textos de estudiantes en
unas Jornadas Científicas. Los versos de Eliot formarían parte de mi educación
en la metáfora del tiempo, y creo que, de cierto modo, influirían decisivamente
en mi curiosidad por lo discontinuo. No creo en las casualidades, sino más bien
en las prefijaciones de los hechos. Esos versos (el inicio de los CuatroCuartetos, específicamente el inicio de “Burnt Norton”) los escuché con Enrique
Saínz en su casa, creo que en 1986 o inicios de 1987: Time present and time
past/are both perhaps present in time future/and time future contained in time past./If
all time is eternally present/All time is unredeemable.
He mencionado el tiempo feliz, la intemperie, el
desarraigo, pero debería agregar a esas palabras las que se refieren al vivir y
al ser, al acto de ser cuando se ha vivido (y cuando no), y al acto de vivir
sin ser (porque quizás no hay modo de ser cuando se vive realmente, o porque
uno se olvida de ser --en la hiperconciencia de sí-- cuando vive o se des-vive,
porque desvivirse, en uno, tal vez sea justo eso: la agonía de no ser, la agonía
de no entrar en el lenguaje).
Si esta explicación sonara algo críptica, de inmediato
pondría algo de claridad y lucidez en mí mismo, y, de paso, en una parte del
entendimiento de esta colección de poemas titulado por su autora El libro de
nadie --y al que el accidente de la imprenta ha convertido en Poemas de nadie--
o más bien en una de sus sustancias cardinales al aludir a un problema crucial
en él: el hecho de hacer explícita la conciencia lingüística (o la naturaleza
estrictamente fonocéntrica) de la palpación, contrastación, asunción y vivencia
dentro de lo real. Tal parece como si, cuando se vive en términos cotidianos, la
conciencia lingüística del vivir no fuera algo que surgiera en el primer plano
de nuestras emociones, sino que más bien se encontraría en un sitio al cual
accedemos solo cuando nos preguntamos de qué modo la metáfora condesciende a
hacerse carne de lo real. Y este es uno de los misterios más grandes que
existen.
Poemas de nadie/El libro de nadie, una antología personal,
lo veo como una especie de autodescubrimiento. Es cierto que son veinte años de
poesía dentro de veinte años de una vida donde hay avatares precisos. Eso es lo
que el libro advierte de inmediato. Sin embargo, lo que el libro no dice fácilmente
es que las máscaras de quien lo escribe podrían no ser sucesivas, sino simultáneas.
Como si todo, contemplado de cierta manera, no fuera más que un presente enorme
donde la persona es proteica, no así la historia, que es como una fijación examinable.
A propósito del acto de examinar, Platón (creo que fue él)
indicó que la vida no valía la pena si no podía ser examinada. No estaba refiriéndose,
presumo, a dejar de concederle importancia a la vida sino era posible someterla
al juicio de lo conclusivo y lo postrero, sino más bien a la necesidad de
objetivar la experiencia vital, por medio del lenguaje y de la metáfora, para
hacerla regresar, después de la experiencia de las palabras, a un ámbito más
inmediato, al territorio de lo hecho y lo hacedero.
Hay una especie de serenidad de la tristeza en Tocada por
el astro, el primero de los cuatro libros que aquí se conciertan. Un
sentimiento que va repitiéndose, metamorfoseado, en los restantes. Y también
una pregunta, a ratos perentoria, a ratos lejana: ¿para quién se escribe, quién
nos lee? Y uno tiene la impresión de que es la experiencia vital, contraída y
densificada en el sujeto, el destino final de la poesía y de los poemas. Porque
esa pregunta no es tan simple, y viene acompañada de otra: qué hacer con la configuración
de los sentimientos, qué hacer con ese lenguaje que visibiliza al cuerpo y al
ser, y qué hacer con el ser mismo cuando ya es certidumbre de lenguaje,
certidumbre de palabras, o aprendizaje, tentativa, certificación y legitimación
del yo.
En los Poemas de nadie, el segundo libro, pervive una
soledad reestructurada una y otra vez, con persistencia casi feroz. La pregunta
básica allí es esa que vale la pena hacer aunque quedamos aplastados por ella:
si todo está escrito, si la vida está prefigurada, ¿será entonces que las cosas
transcurren como deben transcurrir, pero de otro modo, un modo que ignoramos,
que no se nos anticipa? Hay una especie de separación, de objetivación como
proceso luego del cual la experiencia queda como un tema, no como una vivencia de
las entrañas. Es como si esa experiencia, donde las palabras se carnalizan y se
impregnan, debiera ser alejada para contemplarse mejor. Y entonces aparecen,
por ejemplo, la patria, la sustancia real del ser, y, como siempre (como
siempre en este libro), la búsqueda del amor, de algún tipo de amor. ¿Cuándo el
arte se hace patria? ¿Cuándo la patria se hace visible por medio del arte?
Entre el amor y la compañía, ambos articulados, ¿cabe la patria? En los Poemas
de nadie queda subrayada la necesidad de un tipo de invención que se haga corpórea
en las palabras sobre lo que, en ese instante, está lejos. Si los poetas
clarifican y al mismo tiempo inyectan confusión en el conocimiento del mundo
(la provechosa falta de orden que surge cuando nos alejamos de los esquemas y
los automatismos de la percepción), ¿deben ser apartados, como describió Platón?
Rita Martín escribe: un sabio, claro está, /debe ser puesto al margen, como los
poetas. Cuando cierta experiencia empieza a tomarse inasible, en la lejanía, ¿puede
la metáfora reencarnarla, traerla de vuelta, o es solo la vivencia inmediata
quien puede hacerlo?
Signs to the World (Signos al mundo o para el mundo)
tiene como epígrafe un verso de Emily Dickinson donde ella alude a su carta al
mundo, una carta como de desnudamiento, como de desarropamiento, dirigida al
mundo, pero que siempre careció de respuesta porque el mundo nunca le contestó.
Aquí, en Signs to the World, tornamos a esa serenidad, ahora en relación con un
tristísimo pasar del tiempo, dentro de un proceso de extrañamiento que tiene de
devoción y de interpelación. Al final, una de las preguntas sería esta: ¿dónde está
uno? ¿En qué sitio más de la conciencia y la sensibilidad que de la geografía?
Y, aun así, la geografía se metamorfosea en una suerte de mapa interior, donde
la memoria es también memoria para la reconstrucción o remodelación del yo. No
importa tanto llegar al yo como viajar hacia él, porque el viaje es el yo.
Estas ideas se recombinan con la naturalidad del caos de
sensaciones que todo viaje semejante produce, y, sin duda, tropezamos con un
suave desencanto que tiene más de aceptación que de protesta. En uno de los
poemas leemos: Ya sabes lo que pasa con las promesas, ¿no? Y en otro, “Insomnios”,
que parece escrito sobre o inscrito en el escenario mental que brota de la aprehensión
del Ser como estado, hallamos la elección de la lucidez del dolor frente a la
somnolencia y el adormecimiento (que acaso provienen de la digestión automática
de un paisaje nuevo, o de la digestión solo gozosamente cultural de ese
paisaje). Al cabo, lo que en verdad se posee es la “pura soledad”, como leemos
al final de “Conversación con Dulce María Loynaz”, un poema que explica, en coalición
con otros, cómo la soledad se hace carne y sistema, y cómo el cuerpo –“La carne
de R. M.”-- es un compuesto lleno de lenguaje: el de la esperanza, el de la presunción
de la muerte y el de la búsqueda del amor.
Escenarios, sección con la que cierra o finaliza Poemas
de nadie/El libro de nadie, también arroja otra interrogación: ¿lo que
realmente forma parte de la identidad del sujeto es aquello que queda cuando
las palabras logran dirimir la querella entre el ensueño y lo real? De pronto
esta pregunta puede resultar anómala, o estrambótica, o simplemente extraña,
pero, como escribe Rita Martin: artificios, palabras, dirás, nada importante. Porque
frente a ciertas realidades, ciertos padecimientos, ciertas tristezas, ciertos
paisajes irrecuperables, hay muchas cosas que se despojan de la jerarquía y el valor
que antes les habíamos concedido, en un rapto de excesiva esplendidez. Y entonces
las ciudades se entreveran articulándose en la mirada, y en la pérdida de algunas
ilusiones, otras ilusiones se hacen más esenciales, o acaso más fuertes, y en el
deterioro de espacios y brillos y aromas que antes fueron signos de juventud ya
se adivina lo inexorable. “Escenarios”, el poema homónimo, casi en el desenlace
de este libro trémulo y en ignición, pero sosegado, es el texto de la
conciencia y del conocimiento dentro de lo puramente humano, dentro de la
experiencia de una plenitud siempre buscada y dentro de la natural o lógica
vecindad de la muerte. Es el poema del saber-se, el acto de subrayar lo
relativo y lo transitorio de las ideas para afirmar, en un emplazamiento titánico,
la energía de la compañía humana, de los sentimientos, de los detalles que son
uno mismo.
Gracias, Rita, por la deleitable sinceridad de este
libro. El tiempo existe, sí. Pero no. Y esa paradójica negación, en la metáfora,
nos permite custodiar lo sagrado.
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