1.25.2014

JOSÉ LUIS SANTOS: MEDIOS, RIESGOS Y AZARES DE UN DESEMPEÑO

De la sonrisa de este Dionisio nacieron los dioses; 
de sus lágrimas los hombres. 
Nietzche
Para nadie es ya un motivo de asombro, el grado extremo de indefensión en que se hallan, sígnica y perceptualmente, por decirlo de algún modo, las sociedades actuales respecto a los medios. El dilema comunicológico que ahora llaman: mass-media o algo así. La realidad virtual, telemática si se quiere, se muestra cada vez más invasiva frente a la realidades otras del sujeto que participa de la recepción. Impresionante es el desmontaje mediático que de lo autóctono o lo cubano trascendente se viene generando, lo mismo en la forma de pensar un video clips que en las noticias sobre la marcha de la zafra.
   En el primer caso, además de graficar piezas musicales que constituyen verdaderos desastres textuales, se acude, de manera casi monolítica, a la coloración abusiva y/o festiva de idiolectos y sujetos locales; ejercicio en el que la voluntad idiosincrásica o antropológica que nos define se reduce, de más está decirlo, a una mera compensación de índole bailable o circense. En el otro extremo se ubicaría la utilización, igualmente desmedida, de lo pre-revolucionario-sensorial, quizás para satisfacer los intereses acríticos de un público no insular acostumbrado a mirar el sistema político imperante y sus actores por el prima de las mitologías. Se trata, en la mayor parte de los casos, de relatos visuales que empujan la operatividad del discurso a una especie de embeleso sinflictivo. El cuerpo femenino, como implementador de estéticas y lenguajes, atrofia su mecanismo de lectura al explicitar la altisonancia de un torso semidesnudo o un movimiento de caderas electrizante, ritualidad erótica ya desechada por lo peor y más grotesco de los espectáculos nocturnos, diseñados para los circuitos que operan en moneda libremente convertible. A su vez el presupuesto narrativo que se ocupa de normar los modos de vida, no puede ser más estereotipado y simplista. Su referente más usual está dado por la tenencia de un Cadillac o una Haley Davidson, etc, etc.
   En cuanto a la zafra, me urge señalar que su ejercicio noticiario, además de pertenecer a la categoría de los desenterramientos arqueológicos, se encuentra signado por la elipsis u omisión de la textura semántica que legitimaría los matices visuales del mensaje, o su rol social en términos semióticos. Una mirada al espectro informativo, y en especial al que se ocupa de tales menesteres, serviría para corroborar el desbalance entre noticias hegemónicas y subalternas. Para muchos profesionales de la información, lo que la zafra implica a nivel enunciativo/conceptual se limita a dos o tres apologías de «esforzados directivos» o algún alucinante dato de recuperación empresarial. El perjuicio que estos epidérmicos enfoques ocasionan al valor intrínseco del mensaje socialista, para beneficio de la expresión formal arquetípica, es algo que merece un estudio aparte (1).
   Nuestro país, pionero en el uso de la radio y la TV con relación al resto de América de habla hispana, basa hoy los fundamentos de su lógica comunicacional en la infalibilidad del componente ideológico, siempre que en la ya clásica relación emisor/destinatario, el primero se autoproclame hermeneuta exclusivo de la propuesta audiovisual. Desde este supuesto, centrista a todas luces, se establecen las fronteras espaciales que aislarían a los distintos grupos de telerecepción poblacional, del influjo de la foraneidad y sus depredaciones globalizadoras. Como si fuera tan sencillo.
   En su momento, W. Kornhauser cargó de significado el ámbito en que, bajo el auspicio tutelar de las élites dominantes, se accionaban los derroteros mediáticos en la otrora Europa Socialista: «A través de los medios impresos y trasmisiones, líderes carismáticos alcanzaban directamente a los individuos pulverizados. Debido a la carencia de roles, es fácil motivar a las masas a seguir las instrucciones de los líderes» (2).
   Esta teoría, ocupada en anatematizar la forma en que los centros de poder (cultura oficial) inciden, de manera funcionalista y aplastante, en las sociedades de masas (culturas en constricción) deja fuera otras aristas del problema. Por ejemplo, la no validación de mensajes y estereotipos informacionales que acometería el posible receptor, en caso de que estos negaran el debido respaldo a su lógica de vida cotidiana; ya que «el estímulo que no se adecue a esa lógica resulta inoperante, se rechaza como falso o es resemantizado en busca de una gratificación que desconstruye la imagen audiovisual del emisor» (3). Por consiguiente, cuando este último, guiándose tal vez por una idea pragmática de la comunicación, humilla la tarea crítica de su contraparte al despojarla de todo margen actoral; o simplemente no hace coincidir el modo de vida real del espectador con el de las idolatrías mediáticas, está entregando, digamos que sin tener conciencia de ello, las herramientas axiológicas e identitarias que preservarían los pequeños espacios destinados a la audiencia doméstica, de la invasión de todo un sin número de productos sin dudas alternativos, pero reduccionistas, enajenantes, amorfos al abordar contextos y otredades ni siquiera difíciles. Y aunque de procedencia soterrada o externa al sistema, cuentan con vía de acceso cada vez más expeditas e inmunes a cualquier atisbo de amonestación.
   Además de convertirse en verdaderas máquinas de abolir instituciones, imaginarios y valores sociales establecidos, estos productos, como algunos estudiosos han señalado, crean «una falsa conciencia resistente a la falsedad que promueven». Instalados casi que por derecho de conquista en el inconsciente de las personas, no hay edificio cultural ni sistema de creencia colectiva que no peligre ante su falacia. Fortuitos héroes de la desconstrucción (sus nombres desbordan el fetichismo radical que les dio origen) usurpan el espacio que antes sobresaturó el desempeño puritanista de nuestros mensajes. Su itinerar por la violencia no reconoce barrera, ni afanes de preservación, así sean de índole familiar, magisterial o coercitivo. Y nadie venga a decirme, que la violencia que con total explicitud deslizan estos héroes del proceso virtual no fascina, o no actúa sobre las fisuras que dejó la plasmación de referentes mojigatos (y muchas veces insinceros) en determinados espacios; nuestros espacios valga la redundancia.
   Sucede que a la hora de negociar significados entre las partes (léase el producto que, banco subterráneo de películas mediante, se encuentra disponible al doblar de la esquina, y el espectador. Aunque lo más aconsejable en el orden semántico, fuera hablar de un consumidor, o tal vez de un mediador disfuncional que interviene en la interpretación cualitativa) una nueva suspicacia, la del receptor-colaborador que trepa al carro del desencanto cotidiano, marcará el constreñimiento de cualquier actividad valorativa, que se propongas ir más allá de ambiguas lecturas de superficie.
   Si antes se podía pensar que el soporte financiero (o clasista) de cada quien, serviría de coto a semejante problémica, ahora no. El cubano, diestro en el acto de sortear restricciones y políticas de emergencia, hallará siempre la forma de acceder a las nuevas tecnologías del divertimiento (no se me ocurre ningún otro modo de definir tanta alienación).
   Admítase de una buena vez, que si quienes están facultados para tomar decisiones en el sistema mediático del país, no se plantean la necesidad de rescatar los diferentes sujetos que intervienen en el proceso de audiencia (y se lo planteen en serio), su hijo, el mío y el de aquel pasarán más tiempo del aconsejable, con el video-juego (propio o alquilado) de última generación, y muy poco, para no decir que ninguno, con las encomiendas de su centro escolar. Y diría más: puede hasta suceder que ese mismo niño hipotético, convertido ya en adicto a la virtualidad evasiva, colonizada su breve psiquis, olvide la razón por la que gran parte de los insulares (me refiero a los de adentro) se empeñan en lanzar flores a los ríos y mares (o a cuanto recurso hídrico lo permita) cada octubre. Eso entre otros simbolismos y nutrientes de la imago colectiva, tal vez a punto de correr la misma suerte.
   Y no es que haya que reinventar la Castalia de H. Hesse a nivel comunicológico, ni olvidar, como dijera E. Ichikawa, que el pensamiento social contemporáneo ha comenzado a ausentarse de las grandes construcciones universales (4), se trata, pienso yo, de escindirnos del enfoque instrumentalista que de manera casi canónica se viene aplicando en nuestros medios. Me pregunto si en vez de apelar a la homogeneización de significados y actantes en nuestro audiovisual, no sería más provechoso ir al encuentro de las peculiaridades del comportamiento racial, demográfico, lingüístico, económico y/o sexual, en segmentos de recepción que hoy se encuentran condicionados por algún tipo de desarraigo. O quien sabe si por literales desigualdades que, tras el atascamiento del marxismo dogmático, quedaron sin explicación convincente.
   A la televisión nacional, quizás por ser el medio al que un supuesto le atribuye el mayor poder de convocatoria, y acaso por ser el único para muchos (estoy pensando en quienes carecen de la posibilidad de adquirir libros, no leen el periódico ni clasifican como internautas), corresponde un papel primordial a la hora de influir sobre destinatarios cada vez más afectados por el pragmatismo y la crisis de valores, esos caballos de madera del mundo pos-moderno o pos-cualquier otra cosa. Corresponde, para decirlo a la manera de Barthes, «la sacudida incesante de la observación, no para fomentar el contenido de los mensajes sino su hechura» (5). Hora es de que realidades y temáticas escasamente amables, sean objeto de mayor atención, o por lo menos de una mirada desacralizante, que no necesite establecer una relación de dependencia entre la praxis y el clásico «parámetro», adlátere de lo «correctamente político». Algo así como que el espectador simple, no tenga que impugnar la poca credibilidad o la contractura del referente ideotemático a abordar. Que aquello que lacera la estimación del cubano por el factor autoctonía, por su cultura e Historia; o lo que refleja su inmediato, quizás indeciblemente amargo, no encuentre como única vía de focalización la desmesura del humor callejero. Que los espacios de carácter informacional no apelen tanto a la receta del triunfalismo para adentro, y lo apocalíptico para afuera. Que en las temáticas policiales no importe tan solo el quién y el como sino, y además, el por qué, y, dicho sea de paso, que quienes enfrentan el delito y la criminalidad en tales propuestas, se desprendan de esos personajes encartonados, carentes de vida propia y de conflictos. Y por favor, señores guionistas y directores de telenovelas no más tomaduras de pelo en lo que a escenografía o ambientaciones se refiere. Pónganse al insular de las situaciones límites (creo que también se le llama de a pie) a vivir en su nivel real de hacinamiento, en su casa destartalada o temerosa de la próxima eventualidad climatológica. Basta ya de mansiones surrealistas, inalcanzables desde todo punto de vista.
   Quizás nadie como José Lezama Lima, para advertirnos sobre «la falta de imaginación estatal», un asunto que no respeta demarcaciones epocales o ideopolíticas (al menos así lo percibió la voluntad origenista de aquel entonces). Para el poeta, «el remedio debe brotar de la creación y de la imagen», ya que «un país frustrado (…), puede alcanzar virtudes y expresiones por otros cotos de mayor realeza» (6). Virtudes y Expresiones con mayúscula, asuntos que le resultan diametralmente opuestos a la postura hedonista (y complaciente para con las esferas de mando), que la mayor parte del tiempo prevalece, en medios a los que no sabría si llamar de comunicación, de difusión o de algún otro revestimiento lexical.
   Se trata, pienso yo, de que la Cultura, también con mayúscula, sea realmente el escudo y la espada de la nación, y no un escudo y una espada que solo funcionen a nivel retórico, o peor aún, que entreguen esa suerte de axioma que encierra la frase, para convertirse en uno de los tantos eslóganes, vacíos e impersonales, con los que a diario nos tropezamos. Se trata de que con los pobres destinatarios de la tierra (esos que no son funcionarios de ninguna corporación, no reciben remesas y seguramente han de trabajar bien duro para alimentar a los suyos) algún realizador de audiovisuales, quiera su suerte echar.
   No se debe olvidar que la producción de azúcar en Cuba, nos remite a un fuerte contexto cultural de origen, y hasta hace muy poco formó parte de las experiencias compartidas por la comunidad. No hay razón, por tanto, para que se le aborde desde un mecanismo de habla ritualesco, desasistido por el conocimiento de causa o el respeto.
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Notas
(1) Jorge C. Potrony García, profesor del Instituto Superior de Arte, sostiene que, desde una óptica funcionalista y conductista, los medios educan a la audiencia para interpretar los mensajes mediante una retórica y una semiótica, capaz de obviar aristas importantes de la vida cotidiana del espectador, e incluso de interesarse mucho más en la descodificación lineal del mensaje emitido que en la mediación del contenido por parte del receptor. Ver: «Difusión mediática y publicidad». Temas. No. 20-21 (2000): 86.
(2, 3) Wiliam Kornhauser. The Politics of Mass Society. Citado por el especialista Vicente G. Castro en «Medios de difusión y patrones culturales en Cuba». Revista Temas. No. 20-21 (2000): 58.
(4) Emilio Ichikawa Morin. El pensamiento agónico. Editorial Ciencias Sociales, La Habana 1996. página 47.
(5) Roland Barthes. «La cocina del sentido», fragmento de La aventura semiológica. Editorial Paldós: Barcelona, 1990. pp 223-225
(6) Orígenes. «Revista de Arte y Literatura». Edición Fascimilar. México: El Equilibrista, 1989. Vol. IV, pp 9-10.
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