(…)
libre del cruel relámpago de fuego
de
la historia, de la farsa de bombines
y
de boinas, del naufragio (el mío
el
tuyo el del país…)
aquel
río fatídico e iracundo
desbordado
del Averno…
El
cerco de las transfiguraciones. Lourdes
Gil
A
|
ntes de
otorgar voto de confianza al buen pulso narrativo de La enfermedad del beso, Editorial Capiro, me parece oportuno el repaso de
acontecimientos, épocas y zonas culturales no exploradas más allá del
interdicto y los prejuicios, tanto los literarios como los que se generan en
las afueras del pleno sentido artístico del texto. No es necesario que Rafael
Rojas lo diga: la literatura como fenómeno lingüístico-emocional precisa de una
hermenéutica histórica de la que, dicho sea de paso, aún carecemos.
Hablar
de desempeño intelectual en la isla, aún del que por género y nivel jerárquico
corresponde a los hombres, implica, entre otras cosas, el reconocimiento de
prácticas normativas, de posturas excluyentes, de toma de decisiones supeditada
a una lógica grupal, y por supuesto de la inevitable figura cenital o adalid de
los derroteros estéticos. Qué decir entonces de lo que por género, secularidad
o subordinación mítica corresponde a la mujer en el mismo desempeño. Recordemos
tan solo que la tesis del pecado original es, en occidente, leitmotiv y sostén cultural. Sor Juana
encerrada en un convento y creando modelos de aislamiento referencial, no es
únicamente una imagen folclórica. Como tampoco lo es Safo y sus tímidos asomos de
homoerotismo, donde el talante y la preceptiva masculina habían establecido, a
modo de pauta y orden, la cultura hétero.
Sabido
es que la mujer insular como creadora de mundos ficcionales, e incluso de
sujetos líricos medianamente aceptados, nunca ha formado parte de la estética
dominante. Literatura femenina es lo mismo que decir: arte que no se inscribe
en regiones apacibles o veneradas. El canon de masculinidad inventó la
tradición, y con ello hipotecó el concepto de otredad. De este modo se adueñaba,
formalmente, de la relación emisor/destinatario en el sentido que la concepción
comunicológica más simple establece. No se le puede pedir más a un mal con
raíces decimonónicas. En el mismo surgimiento de la nacionalidad, se halla el
afán reduccionista y la férrea visión patriarcal. A la mujer le tocaría ejercer
como el Otro o lo Otro.
Acaso
el seminario de San Carlos y las tertulias delmontinas, nuestros primeros
centros de poder cultural no hispanos, y paradigmas de una ilustración
eminentemente católica, no dotaron al naciente cuerpo cultural de la isla de
una «intransigencia no acostumbrada a que las mujeres reclamen su sitial ni
siquiera en el lenguaje»(1). Aún en nuestra evolución literaria (eso para no
referirme a la histórica) pesan, más de lo aconsejable (o lo admisible), las
hormonas masculinas.
Triste,
o sospechoso, resulta el hecho de que Antonio Bachiller y Morales ubique el
primer atisbo de narrativa articulada por insulares, en los insípidos Cuentos orientales, publicados por José
María Heredia en Taplán, México, año 1830. Imitación vulgar del romanticismo
desaforado que se aprecia en Víctor Hugo. Triste, o sospechoso, que ningún
cenáculo se atreviera a reconocer que Gómez de Avellaneda se adelantó ocho años
a nuestro paradigma romántico con el cuaderno de cuentos Gigante de Cien Cabezas, desafortunado en lo que a letra de
imprenta se refiere. Y otros quince a Anselmo Suárez y Romero, Cirilo
Villaverde o Ramón de Palma, a quienes aún hoy se les tribuye la paternidad de
la prosa novelesca cubana.
Triste, o sospechoso, que al hacer mención a las sugestiones propias del llamado «Modernismo», escindido e inorgánico en la Cuba finisecular, se sobredimensionen las figuras de Martí y del Casal, y en menor medida a Manuel de la Cruz, y prácticamente nada, o nada, se diga con respecto a Juana Borrero. Y más triste o sospechoso aún que a la hora de definir el postmodernismo cubano, se piense en Boti y en Poveda, y que la posibilidad de incluir a Mercedes Matamoros en la lista cenital se diluya de antemano.
Triste, o sospechoso, que al hacer mención a las sugestiones propias del llamado «Modernismo», escindido e inorgánico en la Cuba finisecular, se sobredimensionen las figuras de Martí y del Casal, y en menor medida a Manuel de la Cruz, y prácticamente nada, o nada, se diga con respecto a Juana Borrero. Y más triste o sospechoso aún que a la hora de definir el postmodernismo cubano, se piense en Boti y en Poveda, y que la posibilidad de incluir a Mercedes Matamoros en la lista cenital se diluya de antemano.
La
república nacida en 1902, no fue tampoco una etapa promisoria. Demasiados y
ambiciosos proyectos culturales: la creación del Grupo Minorista, la junta de
intelectuales por la renovación cívica, la Revista
de Avance, el ABC, Orígenes, Ciclón, Espuela de Plata. Escasa participación de féminas en estas lides, y
poca o ninguna resonancia. El panorama editorial lo dominaban los Carpentier,
los Loveiras, los Mañach, los Luis Felipe Rodríguez, los Jesús Castellanos y
todo un largo etcétera en el que no se registra el menor indicio de literatura
hecha por mujeres.(2)
De
pronto estamos ya en enero de 1959, época de transiciones revolucionarias
pensadas y articuladas por hombres. Los barbudos encarnan la idea antillana del
símbolo sexual, algo así como la estereotipia de los sentidos de la nueva
época. En los procesos escriturales de esta etapa se instala la cuentística de
la violencia, un decursar bien pobre en cuanto a referentes ideotemáticos y
desconocimiento de otros tipos de literatura generada por mujeres.(3) El caso Padilla
pudo ser el caso María Elena Llana, o el caso Ana María Simo, o el caso Lina de
Feria, pero no lo fue porque hasta para ser alcanzado por una ceremonia
expiatoria la tenencia de hormonas masculinas era determinante.
Con
posterioridad al quinquenio gris el discurso narrativo femenino, dejará atrás
el laberinto de la Historia (4) y los dictámenes de la normativa patriarcal,
para lanzarse a navegar por aguas más tranquilas. Nombres como el de Marilyn
Bobes, Mirta Yáñez y Enid Vian comienzan a sobresalir con independencia casi
total de la épica y el compromiso histórico. Y más cercanas en el tiempo se
distinguen, por su conciencia de la intertextualidad y el manejo de la
irreverencia estilística, Ena Lucía Portela y Ana Lidia Vega Serova. En el
exilio dejan su huella iconoclasta Zoe Valdes, Karla Suárez y Maira Montero.
Precedido
por tantos y molestos antecedentes de acritud, llega: La enfermedad del beso, libro con el que Rebeca Murga seduce y
atrapa con una muy personal estética del desconcierto. Mujeres intemporales y
desasidas del predominio secular de la masculinidad; escamoteadas por fuertes
referentes de abandono y soledad, interactúan con absoluta soltura (y mesura)
en estos nueve cuentos, donde cada personaje vive fuera de los grandes sucesos.
El conflicto y la unidad de sentido, ceden su papel ponderante al Eros
reprimido y los ambientes opresivos de una sensualidad paralizada, nula, y
mortificante a extremos casi de agonía: «Ahora es esto: Sentarse sobre sus muslos,
el punto débil de tantos años, y nada. Incorporarlos a las ligeras ondulaciones
de los suyos, morder cuidadosamente las tetillas, regodear con su lengua los
hombros, la nuca, el vegetante cuello, y nada, a excepción de inconscientes
movimientos que van atorando su noche. Nada de nada» (Ecos de cristal en noche se supone matrimonial).
Intimismo
y urgencias existenciales de adolescente, que se fragmentan en la no
consumación del amatorio y los códigos de la inútil búsqueda del ideal: «Qué
decepción adivinar que es sólo el primero en una cuenta incalculable, sería
como dijo su madre, una necesidad biológica, algo parecido a lo que ocurre con
sus amigas de la escuela. Pero no puede ser así, conmigo no. No a ella que dejó
caer confiada los mejores peones de la partida» (Serenata para Rabindranath).
Desgarramiento,
expresado en una suerte de monólogo interior que busca explicitar la falsedad
que acecha el concepto clásico de familia: «Los reproches, la soledad de mi
madre y las andanzas de mi padre. El hombre que fue a la guerra y le escribían
largas cartas de amor que un día regresaron, a Dios gracia con el hombre (…).
Jugar con las palabras amor, guerra y patria en el poema interminable de los
trece años». (Triste parábola de la alegría).
El
sexo rentado, desde la introspección del personaje que carga de significado el
pasaje de la cúpula con el amante de ocasión: «Prepararse sicológicamente, esto
es lo que había dicho Mariela, y ella que sí, claro que estaba preparada (…). Y
ya lo tiene arriba y siente que aún no está sicológicamente preparada, pero
dale, que mientras más rápido pase mejor será, y la acarician, no es tan malo
como lo pinta la gente, la besan, la gente que no puede darse la vida que me
doy, no me falta nada, la desnudan y va pensando en esto mientras siente. Y no
siente nada» (Para eso son las amigas).
Catarsis
y perspectiva del desbordamiento en una existencia signada por la ruptura y la
constante aparición del caos en el maremagnun
de los sucesos cotidianos: «He sido obligada a olvidar las cosas esencialmente
invisible a los ojos, pero no he podido sacármelas del corazón. Soy hembra en
celo, perra vieja y estéril. Cuando estos deseos de sabores prohibidos se
resisten como un barco a la deriva en busca de las ilusiones de antaño,
quisiera tener una manzana, pero sólo tengo el olor de una camisa. Apenas una
se da cuenta de cuando está llorando como una niña cualquiera, implorando
compañía en las noches desnudas como esta. Hombre repartido entre tantos otros,
qué terrible puede ser la soledad. Ahora comprendo tu afán por no estar solo»
(La enfermedad del beso).
Estilo
que se identifica por momentos, con un habla que recuerda los giros poéticos,
pero que no compromete la sagacidad ni vulnera el argumento o la posible
estructura dramática. Buena salud y larga vida para estos cuentos, con los que
Rebeca Murga saluda a sus lectores potenciales.
Notas
(1) Catharina
Vallejo. Mujeres como islas. Antología de
narradoras cubanas, dominicanas y puertorriqueñas. La Habana: Ediciones
Unión, 2002. Pp.89.
(2) Lo que
Claudio Magris llama «la visión autotélica de la alta literatura o del gran
estilo», en la Cuba
pre-revolucionaria habrá de comportarse arbitrariamente al explicitarse, como
ya he dicho, una excesiva participación masculina en el plano de las letras. Lo
que retrasaría hasta lo indecible, el atisbo oportuno de la crítica dominante
respecto a nuestras creadoras. Aún hoy quienes participan de la toma de decisiones
culturales, se muestran suspicaces o ajenos a este fenómeno.
(3) En el
ensayo: «Cuba, años sesenta. Cuentística femenina y canon literario», que
publica La Gaceta
de Cuba número 1 del 2000, Zaida Capote repasa el clima de tensión y
ostracismo que signa toda una etapa cultural, matizada por el endurecimiento de
los postulados patriarcales a raíz de que la naciente política editorial
revolucionaria, le otorgara «un margen de dudosa confiabilidad política», a la
narrativa femenina de esos años, mientras que Los años duros, libro con el que Jesús Díaz obtuvo el premio Casa
de las Américas en el 1966, era «saludado como el gran hallazgo de la
literatura de la Revolución».
Para la ensayista se trata de un «fenómeno de discriminación inconsciente».
Estudios realizados por Uva de Aragón y otras autoras de la diáspora echan por
tierra esta tesis.
(4) Francisco
López Sacha. «Literatura cubana y fin de siglo». Temas. 20-21 (enero-junio 2000): 158.
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Más de Signos y grafías de José Luis Santos:
Hermenéutica de su nombre en un cartel. Ardides y resemantizaciones de Lorenzo Lunar o la verdad que ya no está en manos de los sujetos puros del pensar.
Medios, riesgos y azares de un desempeño
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Hermenéutica de su nombre en un cartel. Ardides y resemantizaciones de Lorenzo Lunar o la verdad que ya no está en manos de los sujetos puros del pensar.
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