2.13.2014

JOSÉ LUIS SANTOS: LA ENFERMEDAD DEL OTRO



(…) libre del cruel relámpago de fuego
de la historia, de la farsa de bombines
y de boinas, del naufragio (el mío
el tuyo el del país…)
aquel río fatídico e iracundo
desbordado del Averno…
El cerco de las transfiguraciones. Lourdes Gil
         

A
ntes de otorgar voto de confianza al buen pulso narrativo de La enfermedad del beso, Editorial Capiro,  me parece oportuno el repaso de acontecimientos, épocas y zonas culturales no exploradas más allá del interdicto y los prejuicios, tanto los literarios como los que se generan en las afueras del pleno sentido artístico del texto. No es necesario que Rafael Rojas lo diga: la literatura como fenómeno lingüístico-emocional precisa de una hermenéutica histórica de la que, dicho sea de paso, aún carecemos.
Hablar de desempeño intelectual en la isla, aún del que por género y nivel jerárquico corresponde a los hombres, implica, entre otras cosas, el reconocimiento de prácticas normativas, de posturas excluyentes, de toma de decisiones supeditada a una lógica grupal, y por supuesto de la inevitable figura cenital o adalid de los derroteros estéticos. Qué decir entonces de lo que por género, secularidad o subordinación mítica corresponde a la mujer en el mismo desempeño. Recordemos tan solo que la tesis del pecado original es, en occidente, leitmotiv y sostén cultural. Sor Juana encerrada en un convento y creando modelos de aislamiento referencial, no es únicamente una imagen folclórica. Como tampoco lo es Safo y sus tímidos asomos de homoerotismo, donde el talante y la preceptiva masculina habían establecido, a modo de pauta y orden, la cultura hétero.
Sabido es que la mujer insular como creadora de mundos ficcionales, e incluso de sujetos líricos medianamente aceptados, nunca ha formado parte de la estética dominante. Literatura femenina es lo mismo que decir: arte que no se inscribe en regiones apacibles o veneradas. El canon de masculinidad inventó la tradición, y con ello hipotecó el concepto de otredad. De este modo se adueñaba, formalmente, de la relación emisor/destinatario en el sentido que la concepción comunicológica más simple establece. No se le puede pedir más a un mal con raíces decimonónicas. En el mismo surgimiento de la nacionalidad, se halla el afán reduccionista y la férrea visión patriarcal. A la mujer le tocaría ejercer como el Otro o lo Otro.
Acaso el seminario de San Carlos y las tertulias delmontinas, nuestros primeros centros de poder cultural no hispanos, y paradigmas de una ilustración eminentemente católica, no dotaron al naciente cuerpo cultural de la isla de una «intransigencia no acostumbrada a que las mujeres reclamen su sitial ni siquiera en el lenguaje»(1). Aún en nuestra evolución literaria (eso para no referirme a la histórica) pesan, más de lo aconsejable (o lo admisible), las hormonas masculinas.
Triste, o sospechoso, resulta el hecho de que Antonio Bachiller y Morales ubique el primer atisbo de narrativa articulada por insulares, en los insípidos Cuentos orientales, publicados por José María Heredia en Taplán, México, año 1830. Imitación vulgar del romanticismo desaforado que se aprecia en Víctor Hugo. Triste, o sospechoso, que ningún cenáculo se atreviera a reconocer que Gómez de Avellaneda se adelantó ocho años a nuestro paradigma romántico con el cuaderno de cuentos Gigante de Cien Cabezas, desafortunado en lo que a letra de imprenta se refiere. Y otros quince a Anselmo Suárez y Romero, Cirilo Villaverde o Ramón de Palma, a quienes aún hoy se les tribuye la paternidad de la prosa novelesca cubana.
Triste, o sospechoso, que al hacer mención a las sugestiones propias del llamado «Modernismo», escindido e inorgánico en la Cuba finisecular, se sobredimensionen las figuras de Martí y del Casal, y en menor medida a Manuel de la Cruz, y prácticamente nada, o nada, se diga con respecto a Juana Borrero. Y más triste o sospechoso aún que a la hora de definir el postmodernismo cubano, se piense en Boti y en Poveda, y que la posibilidad de incluir a Mercedes Matamoros en la lista cenital se diluya de antemano.
La república nacida en 1902, no fue tampoco una etapa promisoria. Demasiados y ambiciosos proyectos culturales: la creación del Grupo Minorista, la junta de intelectuales por la renovación cívica, la Revista de Avance, el ABC, Orígenes, Ciclón, Espuela de Plata. Escasa participación de féminas en estas lides, y poca o ninguna resonancia. El panorama editorial lo dominaban los Carpentier, los Loveiras, los Mañach, los Luis Felipe Rodríguez, los Jesús Castellanos y todo un largo etcétera en el que no se registra el menor indicio de literatura hecha por mujeres.(2)
De pronto estamos ya en enero de 1959, época de transiciones revolucionarias pensadas y articuladas por hombres. Los barbudos encarnan la idea antillana del símbolo sexual, algo así como la estereotipia de los sentidos de la nueva época. En los procesos escriturales de esta etapa se instala la cuentística de la violencia, un decursar bien pobre en cuanto a referentes ideotemáticos y desconocimiento de otros tipos de literatura generada por mujeres.(3) El caso Padilla pudo ser el caso María Elena Llana, o el caso Ana María Simo, o el caso Lina de Feria, pero no lo fue porque hasta para ser alcanzado por una ceremonia expiatoria la tenencia de hormonas masculinas era determinante.
Con posterioridad al quinquenio gris el discurso narrativo femenino, dejará atrás el laberinto de la Historia (4) y los dictámenes de la normativa patriarcal, para lanzarse a navegar por aguas más tranquilas. Nombres como el de Marilyn Bobes, Mirta Yáñez y Enid Vian comienzan a sobresalir con independencia casi total de la épica y el compromiso histórico. Y más cercanas en el tiempo se distinguen, por su conciencia de la intertextualidad y el manejo de la irreverencia estilística, Ena Lucía Portela y Ana Lidia Vega Serova. En el exilio dejan su huella iconoclasta Zoe Valdes, Karla Suárez y Maira Montero.
Precedido por tantos y molestos antecedentes de acritud, llega: La enfermedad del beso, libro con el que Rebeca Murga seduce y atrapa con una muy personal estética del desconcierto. Mujeres intemporales y desasidas del predominio secular de la masculinidad; escamoteadas por fuertes referentes de abandono y soledad, interactúan con absoluta soltura (y mesura) en estos nueve cuentos, donde cada personaje vive fuera de los grandes sucesos. El conflicto y la unidad de sentido, ceden su papel ponderante al Eros reprimido y los ambientes opresivos de una sensualidad paralizada, nula, y mortificante a extremos casi de agonía: «Ahora es esto: Sentarse sobre sus muslos, el punto débil de tantos años, y nada. Incorporarlos a las ligeras ondulaciones de los suyos, morder cuidadosamente las tetillas, regodear con su lengua los hombros, la nuca, el vegetante cuello, y nada, a excepción de inconscientes movimientos que van atorando su noche. Nada de nada» (Ecos de cristal en noche se supone matrimonial).
Intimismo y urgencias existenciales de adolescente, que se fragmentan en la no consumación del amatorio y los códigos de la inútil búsqueda del ideal: «Qué decepción adivinar que es sólo el primero en una cuenta incalculable, sería como dijo su madre, una necesidad biológica, algo parecido a lo que ocurre con sus amigas de la escuela. Pero no puede ser así, conmigo no. No a ella que dejó caer confiada los mejores peones de la partida» (Serenata para Rabindranath).
Desgarramiento, expresado en una suerte de monólogo interior que busca explicitar la falsedad que acecha el concepto clásico de familia: «Los reproches, la soledad de mi madre y las andanzas de mi padre. El hombre que fue a la guerra y le escribían largas cartas de amor que un día regresaron, a Dios gracia con el hombre (…). Jugar con las palabras amor, guerra y patria en el poema interminable de los trece años». (Triste parábola de la alegría).
El sexo rentado, desde la introspección del personaje que carga de significado el pasaje de la cúpula con el amante de ocasión: «Prepararse sicológicamente, esto es lo que había dicho Mariela, y ella que sí, claro que estaba preparada (…). Y ya lo tiene arriba y siente que aún no está sicológicamente preparada, pero dale, que mientras más rápido pase mejor será, y la acarician, no es tan malo como lo pinta la gente, la besan, la gente que no puede darse la vida que me doy, no me falta nada, la desnudan y va pensando en esto mientras siente. Y no siente nada» (Para eso son las amigas).
Catarsis y perspectiva del desbordamiento en una existencia signada por la ruptura y la constante aparición del caos en el maremagnun de los sucesos cotidianos: «He sido obligada a olvidar las cosas esencialmente invisible a los ojos, pero no he podido sacármelas del corazón. Soy hembra en celo, perra vieja y estéril. Cuando estos deseos de sabores prohibidos se resisten como un barco a la deriva en busca de las ilusiones de antaño, quisiera tener una manzana, pero sólo tengo el olor de una camisa. Apenas una se da cuenta de cuando está llorando como una niña cualquiera, implorando compañía en las noches desnudas como esta. Hombre repartido entre tantos otros, qué terrible puede ser la soledad. Ahora comprendo tu afán por no estar solo» (La enfermedad del beso).
La idea salingeriana del conflicto aquí no es primordial, es relevada por el mundo interno de cada personaje, con independencia del estatuto. Se observa, no el extrañamiento sino la complicidad de quien suscribe o dictamina para con
cada uno de los hablantes. Lo anodino, lo efímero y lo intrascendente es
sublimado, con gran acierto, por un narrador que algunas veces escoge el desempeño itinerante.
Estilo que se identifica por momentos, con un habla que recuerda los giros poéticos, pero que no compromete la sagacidad ni vulnera el argumento o la posible estructura dramática. Buena salud y larga vida para estos cuentos, con los que Rebeca Murga saluda a sus lectores potenciales.

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 Notas

(1) Catharina Vallejo. Mujeres como islas. Antología de narradoras cubanas, dominicanas y puertorriqueñas. La Habana: Ediciones Unión, 2002. Pp.89.
(2) Lo que Claudio Magris llama «la visión autotélica de la alta literatura o del gran estilo», en la Cuba pre-revolucionaria habrá de comportarse arbitrariamente al explicitarse, como ya he dicho, una excesiva participación masculina en el plano de las letras. Lo que retrasaría hasta lo indecible, el atisbo oportuno de la crítica dominante respecto a nuestras creadoras. Aún hoy quienes participan de la toma de decisiones culturales, se muestran suspicaces o ajenos a este fenómeno.
(3) En el ensayo: «Cuba, años sesenta. Cuentística femenina y canon literario», que publica La Gaceta de Cuba número 1 del 2000, Zaida Capote repasa el clima de tensión y ostracismo que signa toda una etapa cultural, matizada por el endurecimiento de los postulados patriarcales a raíz de que la naciente política editorial revolucionaria, le otorgara «un margen de dudosa confiabilidad política», a la narrativa femenina de esos años, mientras que Los años duros, libro con el que Jesús Díaz obtuvo el premio Casa de las Américas en el 1966, era «saludado como el gran hallazgo de la literatura de la Revolución». Para la ensayista se trata de un «fenómeno de discriminación inconsciente». Estudios realizados por Uva de Aragón y otras autoras de la diáspora echan por tierra esta tesis.
(4) Francisco López Sacha. «Literatura cubana y fin de siglo». Temas. 20-21 (enero-junio 2000): 158.
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