…la lógica
era una ciencia cuya finalidad sería la de determinar los principios de los que
dependen todos los raciocinios y que pueden ser aplicados para probar la
validez de toda conclusión extraída de premisas. Una trampa.
Rubem Fonseca.
El gran arte
Lo único que nos queda ante esta irremediable derrota que
llamamos vida es intentar comprenderla: con semejante reflexión de Milán
Kundera se nos introduce (yo diría: se nos empuja, y evito así contraer
determinadas deudas de praxis con el neopolicial) en una estética de lo
opresivo, formulada y defendida como tesis en (y por) El lodo y la muerte, propuesta narrativa de Lorenzo L. Cardedo, y
por añadidura propuesta institucional del sello «Capiro».
Hacedor de ambientes caóticos en su
literatura, y dotado de ciertas mañas para reclamar la interacción
lector/mundos ficcionales, lector/personajes de aristas espinosas en su diseño
psicológico, Lorenzo Lunar acude al autor checo (cosmopolita desde hace mucho)
para brindarnos la posibilidad de un mapa en el que a nivel de diégesis,
concurren toda una serie de expectativas existenciales mutiladas, o en el peor
de los casos falseadas por los discursos de legitimación, asuntos que la
politología y otras disciplinas pudieran explicar mejor. Mi objetivo, como dije
al comienzo (y según Barthes el comienzo de cada texto lo establece el título)
es abordar posibles resemantizaciones, o posibles modos de replantear lo que
quizás agotó el desmedido tránsito genérico. Para ello me adentraré en el
cuento «Su nombre en un cartel», a mi juicio la pieza más lograda y pudiera
hasta decirse que la estructura ósea del libro si tal estructura existiera en
dicha dinámica.
Con el personaje Eusebio Ramírez y su ejercicio escritural in extremis pequeño, estamos ante un recurso quizás arquetípico de
una literatura que se ocupa de develar (o al menos de pesquisar) asuntos
«criminales», previa mediación de la semántica: «el acto de leer palabras
impresas y descifrar signos escritos en un papel». En este caso la posible
interpretación semiótica tendrá que vérselas con un muro, reemplazo posmoderno de la clásica hoja de papel y espacio
predilecto de toda sugerencia caótica en nuestros días. Téngase en cuenta el
tiempo físico al que remite, sin ambivalencia alguna, la construcción dramática
del cuento: año 1999; la ínsula, para decirlo a la manera de Lezama, recibe las
embestidas de una crisis que en el lenguaje figurado de las instituciones se
llamará «Período Especial». En semejante margen de temporalidad, el desempeño
analítico del exégeta que este tipo de narración presupone, no podrá contar
siquiera con la posibilidad de una malhadada hoja de libreta escolar.
La gramática genérica de un nombre (María),
graficado con sangre en el instante último de la vida de Eusebio, deviene en
una suerte de enunciado informal, antípoda de los modelos referenciales propios
de las llamadas «sociedades de masas», donde los mensajes que alcanzan la
categoría de impresos, y los que como soporte gráfico emplean las paredes se
hallan fuertemente signados por la lógica comunicacional de los centros de
poder, o cumplen la función específica que la asigna la correspondiente
estructura de poder. Solo que estas categorías referenciales, como ocurre en
«Su nombre en un cartel», suelen ser desplazadas por una especie de otro informacional, o cultura de lo
subyacente/subrepticio dispuesta a permear el dominio retórico de los mensajes
formales u oficiales. Y todos, en alguna medida, hemos sido receptores
fortuitos de los sistemas escriturales que al margen de la operatividad lexical
del Estado y sus cotos, se generan.
El texto
póstumo de Eusebio (recordemos que el narrador desde un indispensable yo
protagónico, y sin menoscabo de la relación fundamental de la lingüisticidad con el ensamblaje de la
pieza literaria, así lo infiere) lleva implícito una tesis que hace coincidir
en un mismo y breve discurso, en una misma y trémula caligrafía, los signos de un desgarramiento indecible y la
«elucidación de la cuestión de la verdad desde la experiencia del arte». La
relación: Eusebio sujeto otro / Eusebio sujeto actoral de la actividad
estético-literaria, se magnifica del modo siguiente: «Teniendo en cuenta que
durante los último tres años de su vida Eusebio tenía como norma emborracharse,
hablar mal del gobierno y visitar el taller literario de la casa de la cultura,
podemos otorgarle el título – post mortem
– de escritor».
¿Es el nombre de esta especie de fenme fatal, el espacio que designa la,
digamos, autenticidad textual de
quien lo suscribe o lo carga de significados ocultos a priori? A modo quizás de
aclaración el narrador personaje nos dice: «En estos tiempos es muy común
sustituir las palabras por signos más rudimentarios». Y un experto en
laberintos narratológicos, demasiado ampuloso para mi gusto o mi
desconocimiento, sostendría que «El símbolo permite el acceso a un nuevo
sentido diferente al de la realidad cotidiana, comunicada por la lengua común»,
etcétera.
En cualquier caso, un nombre apenas
trascendente se nos revela en estado de desnudez semiótica y luego, convertido
en cifrado lingüístico por el afán de enigmas del género, parte a encontrarse
con sus destinatarios por antonomasia: a) El hombre de letras (escritor,
crítico de arte o lector sagaz) que a título personal, o como trabajador por
cuenta propia al decir del propio Lorenzo Lunar, o como hermeneuta sin
gratificaciones en última instancia, se involucra en una investigación en la
que el corpus delictis es demasiado
cuerpo para la ley, ese vocablo abstracto. b) El policía como representante de
la sociedades de vigilancia y de control, ampliamente descritas por Foucault.
Tendrá habilidades casi pintorescas a la hora de discernir sobre el quien y el
como, pero estará incapacitado para llegar al por qué.
El primero, «dueño de la palabra pero a la
vez depositario de toda la incertidumbre que las palabras generan», perseguirá
un fin netamente heurístico: la verdad o el conjunto de verdades entretejidas,
y al mismo tiempo dispersas, sutiles, oscuras. Al respecto nos hace notar que
«ya no está [la verdad] en manos de los sujetos puros del pensar (como el filósofo clásico y el
científico) sino que debe ser construida en situación de
peligro». En ocasiones la carta de presentación será la de una verdad demasiado
pública, engorrosamente explícita quizás. Nadie más que él, se atreverá a
dignificarla desde el adentro de la cultura: «Es que la gente solo tiene ojos
para ver las relaciones directas, las vías amplias y despejadas», dirá con
cierto desdén.
El segundo,
representará la ausencia de mecanismos cognitivos que invadan, desde el
lenguaje y su negociación de significados, el espacio caótico que los sucesos
cotidianos trasladan al crimen. O a la violencia como centro y hallazgo
esencial del modelo genérico, inaugurado por Dashiell Hammet. Su biotipo, al
decir de Leonardo Padura, está «muy lejos de simbolizar la existencia de un
orden, o cuando menos de un orden aceptable». El paso por la trama de este
factor, como en Los crímenes de la calleMorgue, no sobrepasará las dimensiones de una presencia ritual.
Inhabilitado para lidiar con los matices problémicos de la sociedad, o formular
lenguajes de explicación al respecto, ayudará a convertir en demiurgo a su
antagonista el hombre de letras. El
exhibicionismo de los medios tecnológicos o el alarde de las ciencias forenses,
no le garantizan su «conquista sobre lo incognito del individuo».
Un nombre de mujer
plasmado en forma de hipérbole trágica, tal y como lo harían los maestros de la
escuela clásica, convierte al maltratado recurso del enigma en espacio otro y remantización de la mítica figura del
lector-exégeta, descendiente por vía materna de la alta cultura, o de la relación suspicaz entre lo que designa la
naturaleza cultural de su desempeño y lo que se ubica en los estratos sociales
más bajos. Como en La muerte y la brújula, El nombre de la rosa, El gran
arte, La loca y el relato del crimen, Adiós Hemingway y otras muchas
narraciones también antológicas, se retorna, de una manera francamente
renovadora, a «la enfermedad de la lectura, el exceso de los mundos irreales, a
la mirada caracterizada por la contemplación y el exceso de sentido».
Enigmáticos
planteamientos escriturales y severos de ejercicios de carácter bibliófilo,
vuelven a ser leitmotiv y punto de
partida. Al igual que Erik Lonnrot, el extravagante investigador por cuenta
propia creado por la inventiva delirante de J. L. Borges, el narrador-personaje
de «Su nombre en un cartel» apelará a la reflexión erudita, que en este caso
tomará los matices de una indagación narratológica: «¿Cuál es el mensaje del
cartel? Elemento fundamental para dar respuesta a la pregunta anterior es
descubrir una nueva superposición de categorías en el texto. Autor, narrador y
personaje protagónico son una misma voz. Eusebio se convierte en una triple
entelequia».
Como un profeta de
los tiempos de Semana Negra de Gijón, Lorenzo Lunar, alias el Gordo, nos
advierte, acaso con gran dolor, que la violencia, implícita o explícita, es la
norma expresiva de los tiempos que corren. Y no está dispuesta a ceder terreno
ante los cada vez más insulsos afanes de contención gubernamental; agazapada en
cada esquina de la isla solo espera el simple estímulo exterior. «¿Y entonces
qué era lo que iba a escribir Eusebio?, me preguntó Alexis. Ustedes los
policías no saben nada de análisis de texto, negro, le contesté».
Bibliografía
Pligia, Ricardo. «Lectores imaginarios». El Cuentero, número 1, marzo 2006, y perteneciente al libro El último lector. Madrid: Anagrama 2005.
Pligia, Ricardo. «Lectores imaginarios». El Cuentero, número 1, marzo 2006, y perteneciente al libro El último lector. Madrid: Anagrama 2005.
---. Los sujetos trágicos
(literatura y psicoanálisis). Buenos Aires: Grupo Editorial SRI, 1999.
Pérez Cano, Tania. «Prólogo a la primera
reimpresión de El gran arte».
La Habana: Editorial Casa de las Américas, 2005.
----------------------------------------------------------------------------------------------------------
Más de José Luis Santos en Grafoscopio:
No comments:
Post a Comment