7.29.2014

JOSÉ LUIS SANTOS: LA FELICIDAD, ESA GRAN USURERA

Pero existe un poder que bloquea, prohíbe e invalida (...) un poder (...) que penetra, profunda, sutilmente todo el tejido social (…) el papel del intelectual ya no es más el de colocarse delante o a un lado para expresar la verdad suprimida de la colectividad; más bien es el de luchar contra las formas de poder que lo convierten a él mismo en su objeto e instrumento...


[D]ebo enarbolar, a modo de prefacio, mi descreimiento respecto a los premios (literario o de cualquier otra índole) como mecanismos productores de legitimación y demás tópicos de prestigio. Ya se sabe, todo premio es más o menos el reflejo del conciliábulo que decide otorgarlo dese el afán de salvaguardar (léase, vigilar) pronunciamientos estéticos, o desde el respiro otorgado a la autoexpresión y la libertad del ejercicio escritural. Cómo develar sino, cierto efecto de intríngulis, ciertas falacias con las que ha convivido el libro Nuestros años felices en su tránsito de inédito a publicación consumada. O frente al escamoteo casi constante de jurados evaluadores, que negánronle pervivencia en los dominios de la letra impresa. Nótese que he expresado intríngulis y falacia, en lugar de los habituales improperios con los que vivo conciliado.

¿Cómo explicar la desestimación del texto antes referido, a su paso por el premio “Fundación de la Ciudad”, atravesada de punta a punta por la iniquidades del río Bélico, y luego el certero desagravio en el certamen “Luis Rogelio Nogueras”, 2007, convocado por otra ciudad de igual o mayores iniquidades? ¿Provincianismo vs metrópolis cultural?, la verdad nunca lograré entender tanta decisión mal aderezada, o tanta mojigatería  para ser más explícito. Y ni hablar de esos personajillos inscritos en las redes de poder, que objetarónle al libro la, digamos, estrechez ideológica de usurparle a Santa Clara el manido concepto de propiedad que supuestamente se disputan Marta Abreu y el guerrillero de la foto de Korda. Pobres consignatarios del englobamiento político, “legisladores del gusto, de los compartimientos y signos culturales modelados por la tradición y la retórica para alimentar los grandes fantasmas de la Historia, el Poder y la Razón”[1]. Las ciudades, como los países, solo generan sentido de pertenencia, lo que equivale a decir que no pertenece a nadie en particular.

Pero como la abundancia de ladridos no puede ser sino la inequívoca señal de que se cabalga, Nuestros años felices, Ediciones Extramuros mediante, llega por fin al lector, ese destinatario ávido de contradiscursos, de un Otro indemnizado por el lenguaje, más allá de lo que denota o connota aún a nivel extraliterario. Y Amador Hernández Hernándezvoz indiscutiblemente canónica del testimonio insular (y de seguro eso de canónico le sonará a reglamentaciones de la praxis artístico-literaria), revisita el tópico de los estudios con internamiento, léase “becas”, referente ideotématico que con aciertos y desaciertos conquistó un pasado narrativo, todavía fresco en la memoria. Recordemos La larga noche de un día difícil de Sergio Cevedo y Nosotros vivimos en un submarino amarillo de José Ramón Fajardo, por solo citar dos ejemplos. Regresa al llamado espacio fabular, el personaje del adolescente como arquetipo del no acatamiento, de lo irreductible, del disenso más tímido a otro un mayores vestigios de acritud: “algunos sabían que prestaba mis orejas para escuchar en un radiecito de baterías, las canciones del ciego Feliciano o la música de Rafael o los últimos discos de los Beatles, considerados desviación ideológica”, ya F. J. Hinkelammert vaticinaba un posible retorno del sujeto reprimido, dueño de una autonomía frente a la ley, ya sea natural o la de las instituciones de creación humana”[2].

Más allá del relicario biográfico del “cuarteto”, pequeña estructura de corte fraternal, conformada por “el Barberito, un saguero que se proclamó jefe (…) por Patecabra, un  mulato del reparto América Latina (…) que se había ganado el apodo por ser dueño de un rabo que muy bien pudiera ser un tercera extremidad; por el Bola, de frente pecosa y redonda; y yo, el cuarto vértice, sin nombrete todavía, pero muy próximo a tenerlo”, Nuestros años… parece urdir el remedo irónico o la voz en falsete del estribillo: esta es la nueva casa, casa y escuela nueva.  

Texto desjerarquizante, dispuesto a catalizar mediante el choteo y el atisbo de claras resonancias carnavalescas, las situaciones más solemnes o más angustiosas, la envoltura lúdica de los hechos y la tragicidad, el despertar del Eros y la presencia imperativa del factor ideología: “la mención de Lenin trajo a mi memoria dos momentos desagradables: la noche en que el loco profesor de Historia nos tuvo tres horas en posición de firmes viendo la película Lagran guerra patria y la clase de política en que por poco me atoro con las palabras imperialismo y empirocriticismo”. Y como en todo centro educacional, devenido sociedad de vigilancia y de control, al decir de Foucault, no podría faltar el clásico ente autoritario, esa figura omnipresente, signada tan solo por alguna construcción peyorativa o hegemónica, como el Big Brothers de G. Orwell o La gran enfermera de K. Kesey.  En este caso “el Supremo”, definido por el narrador como “el hombre que no reía”, que “arrastraba su pata renga como si llevara todas las cruces del mundo sus espaldas”, y cuya voz -alcanzará a decir en otro momento- tronaba “como si hubiera salido de algunos generales alemanes que vi en una película soviética”.

Como en Yo también maldije a Dios (Ediciones Capiro 2003), vuelve a manera casi de leitmotiv el endeudamiento generacional: padres o abuelos que exigen, previa advertencia expiatoria, algún trofeo de naturaleza purista, como premio a sus desvelos ideoligizantes: una medalla, un carné de la UJC, esa clase de rituales por todos conocidos[3]. En el orden narratológico, pudiéramos hablar de lo que Dean L. Reyes define como “una zona de relatos donde la dicotomía verdad-ficción pierde sentido, pues ahora se trata de construir una historia alternativa a la historia oficial, que en cierto modo la desmiente, pero también la completa[4]. Algo que I. Lotman plantearía como “el papel de los espacios periféricos en la canalización de la conciencia lingüística y de los procesos de intensas formaciones semánticas que posibilitan el reciclaje de todo el desecho que la historia arrojó al basurero de la memoria” [5]. Nada, que Amador Hernández Hernández y su galería de personajes que pueblan la historia mayor con el fabulario de sus vidas apenas perceptibles, demarcadas por el gris, el anonimato más desconcertante o el estigma sartreano del individuo como sujeto social acrítico, prefijado al contexto en aras de un supuesto compromiso redentor, parece decirnos, a sotto voce, que la felicidad es una especie de préstamo, establecido con carácter de usura[6].




[1] Alberto Abreu, Virgilio Piñera: Un hombre, una isla. Ediciones Unión, 2002.
[2] Henry Mora Jiménez, Prólogo a la edición cubana de El sujeto y la ley. Editorial Caminos, 2006.
[3] Unión de Jóvenes Comunistas por sus siglas, remedo de los extintos konsomoles soviéticos que en la Isla optó por obviar las prácticas dogmáticas de su análoga y tener así vida propia.
[4] Ver: “Ansias de contar”. La Gaceta de Cuba, No. 4, 2004.
[5] La semiosfera. Traducción de Desiderio Navarro. Ediciones Cátedra, S. A., Colección Fronesis, 1998.
[6] Albert Camus en El hombre rebelde, Buenos Aires, Editorial Losada, 1998, se ubica en las antípodas de esta tesis; su alternativa a la misma consiste en proclamar “el ideal del escritor rebelde”, ya que para él “la rebelión, a diferencia de la revolución, no es percibida como un trance destructivo o estático, sino como un movimiento moral inspirado en la generosidad y la templanza, en la erótica y la fecundidad”. Consúltese “El intelectual y la revolución”, ensayo perteneciente al dossier de Latin American Studies Association, 2000. Consúltese también Sartre visita Cuba, Ediciones R., 1961.

-------------------------------------------------------------------------------------------------

1 comment:

Terersa said...

Tuve la suerte de leer el manuscrito de Nuestros años felcies y me pareció uuna joya. Me alegro mucho de que se haya publicado por fin. ¡Felicidades a Amador!