[D]ebo enarbolar, a modo de
prefacio, mi descreimiento respecto a los premios (literario o de cualquier
otra índole) como mecanismos productores de legitimación y demás tópicos de
prestigio. Ya se sabe, todo premio es más o menos el reflejo del conciliábulo
que decide otorgarlo dese el afán de salvaguardar (léase, vigilar)
pronunciamientos estéticos, o desde el respiro otorgado a la autoexpresión y la
libertad del ejercicio escritural. Cómo develar sino, cierto efecto de
intríngulis, ciertas falacias con las que ha convivido el libro Nuestros años felices en su tránsito de inédito a publicación consumada. O frente al escamoteo casi
constante de jurados evaluadores, que negánronle pervivencia en los
dominios de la letra impresa. Nótese que he expresado intríngulis y falacia, en
lugar de los habituales improperios con los que vivo conciliado.
¿Cómo explicar la
desestimación del texto antes referido, a su paso por el premio “Fundación de
la Ciudad”, atravesada de punta a punta por la iniquidades del río Bélico, y
luego el certero desagravio en el certamen “Luis Rogelio Nogueras”, 2007, convocado por otra ciudad de igual o mayores iniquidades? ¿Provincianismo vs
metrópolis cultural?, la verdad nunca lograré entender tanta decisión mal
aderezada, o tanta mojigatería para ser
más explícito. Y ni hablar de esos personajillos inscritos en las redes de
poder, que objetarónle al libro la, digamos, estrechez ideológica de usurparle
a Santa Clara el manido concepto de propiedad que supuestamente se disputan
Marta Abreu y el guerrillero de la foto de Korda. Pobres consignatarios del
englobamiento político, “legisladores del gusto, de los compartimientos y
signos culturales modelados por la tradición y la retórica para alimentar los
grandes fantasmas de la Historia, el Poder y la Razón”[1].
Las ciudades, como los países, solo generan sentido de pertenencia, lo que
equivale a decir que no pertenece a nadie en particular.
Pero como la abundancia
de ladridos no puede ser sino la inequívoca señal de que se cabalga, Nuestros años felices, Ediciones
Extramuros mediante, llega por fin al lector, ese destinatario ávido de
contradiscursos, de un Otro
indemnizado por el lenguaje, más allá de lo que denota o connota aún a nivel
extraliterario. Y Amador Hernández Hernández, voz indiscutiblemente
canónica del testimonio insular (y de seguro eso de canónico le sonará a
reglamentaciones de la praxis artístico-literaria), revisita el tópico de los
estudios con internamiento, léase “becas”, referente ideotématico que con
aciertos y desaciertos conquistó un pasado narrativo, todavía fresco en la
memoria. Recordemos La larga noche de un día difícil de Sergio
Cevedo y Nosotros vivimos en un submarino
amarillo de José Ramón Fajardo, por solo citar dos ejemplos. Regresa al llamado espacio fabular, el personaje
del adolescente como arquetipo del no acatamiento, de lo irreductible, del
disenso más tímido a otro un mayores vestigios de acritud: “algunos sabían que
prestaba mis orejas para escuchar en un radiecito de baterías, las canciones
del ciego Feliciano o la música de Rafael o los últimos discos de los Beatles,
considerados desviación ideológica”, ya F. J. Hinkelammert vaticinaba un posible retorno del sujeto reprimido, dueño de una autonomía
frente a la ley, ya sea natural o la de las instituciones de creación humana”[2].
Más allá del relicario
biográfico del “cuarteto”, pequeña estructura de corte fraternal, conformada
por “el Barberito, un saguero que se proclamó jefe (…) por Patecabra, un mulato del reparto América Latina (…) que se
había ganado el apodo por ser dueño de un rabo que muy bien pudiera ser un
tercera extremidad; por el Bola, de frente pecosa y redonda; y yo, el cuarto
vértice, sin nombrete todavía, pero muy próximo a tenerlo”, Nuestros años… parece urdir el remedo
irónico o la voz en falsete del estribillo: esta es la nueva casa, casa y escuela nueva.
Texto desjerarquizante,
dispuesto a catalizar mediante el choteo y el atisbo de claras resonancias
carnavalescas, las situaciones más solemnes o más angustiosas, la envoltura
lúdica de los hechos y la tragicidad, el despertar del Eros y la presencia imperativa
del factor ideología: “la mención de Lenin trajo a mi memoria dos momentos
desagradables: la noche en que el loco profesor de Historia nos tuvo tres horas
en posición de firmes viendo la película Lagran guerra patria y la clase de política en que por poco me atoro con las
palabras imperialismo y empirocriticismo”. Y como en todo centro educacional,
devenido sociedad de vigilancia y de control, al decir de Foucault, no podría
faltar el clásico ente autoritario, esa figura omnipresente, signada tan solo
por alguna construcción peyorativa o hegemónica, como el Big Brothers de G. Orwell o La gran enfermera de K. Kesey. En este caso “el Supremo”, definido
por el narrador como “el hombre que no reía”, que “arrastraba su pata renga
como si llevara todas las cruces del mundo sus espaldas”, y cuya voz -alcanzará
a decir en otro momento- tronaba “como si hubiera salido de algunos generales alemanes
que vi en una película soviética”.
Como en Yo también maldije a Dios (Ediciones
Capiro 2003), vuelve a manera casi de leitmotiv
el endeudamiento generacional: padres o abuelos que exigen, previa advertencia
expiatoria, algún trofeo de naturaleza purista, como premio a sus desvelos
ideoligizantes: una medalla, un carné de la UJC, esa clase de rituales por
todos conocidos[3].
En el orden narratológico, pudiéramos hablar de lo que Dean L. Reyes define
como “una zona de relatos donde la dicotomía verdad-ficción pierde sentido,
pues ahora se trata de construir una historia alternativa a la historia
oficial, que en cierto modo la desmiente, pero también la completa[4].
Algo que I. Lotman plantearía como “el papel de los
espacios periféricos en la canalización de la conciencia lingüística y de los
procesos de intensas formaciones semánticas que posibilitan el reciclaje de todo
el desecho que la historia arrojó al basurero de la memoria” [5].
Nada, que Amador Hernández Hernández y su galería de personajes que pueblan la
historia mayor con el fabulario de sus vidas apenas perceptibles, demarcadas
por el gris, el anonimato más desconcertante o el estigma sartreano del individuo
como sujeto social acrítico, prefijado al contexto en aras de un supuesto
compromiso redentor, parece decirnos, a sotto
voce, que la felicidad es una especie de préstamo, establecido con carácter
de usura[6].
[1] Alberto
Abreu, Virgilio Piñera: Un hombre, una
isla. Ediciones Unión, 2002.
[2] Henry
Mora Jiménez, Prólogo a la edición cubana de El sujeto y la ley. Editorial Caminos, 2006.
[3] Unión de Jóvenes Comunistas
por sus siglas, remedo de los extintos konsomoles soviéticos que en la Isla
optó por obviar las prácticas dogmáticas de su análoga y tener así vida propia.
[4] Ver: “Ansias de contar”.
La Gaceta de Cuba, No. 4, 2004.
[5] La semiosfera. Traducción de Desiderio
Navarro. Ediciones Cátedra, S. A., Colección Fronesis, 1998.
[6] Albert
Camus en El hombre rebelde, Buenos
Aires, Editorial Losada, 1998, se ubica en las antípodas de esta tesis; su
alternativa a la misma consiste en proclamar “el ideal del escritor rebelde”,
ya que para él “la rebelión, a diferencia de la revolución, no es percibida
como un trance destructivo o estático, sino como un movimiento moral inspirado
en la generosidad y la templanza, en la erótica y la fecundidad”. Consúltese
“El intelectual y la revolución”, ensayo perteneciente al dossier de Latin American Studies Association,
2000. Consúltese también Sartre visita
Cuba, Ediciones R., 1961.
-------------------------------------------------------------------------------------------------
1 comment:
Tuve la suerte de leer el manuscrito de Nuestros años felcies y me pareció uuna joya. Me alegro mucho de que se haya publicado por fin. ¡Felicidades a Amador!
Post a Comment