11.30.2012

ANTIDIO CABAL: 775


De Campo Nublo
775
EN un lugar de Las Palmas de Gran Canaria, de cuyo nombre quiero acordarme, en el instituto Pérez Galdós, conocí a Sócrates. Yo entonces era un agredido por el cristianismo. Yo vivía escondido en mi subconsciente, a donde yo me había llevado a mi espíritu. Mi yo era mi desolación. Aguardaba escaparme de la sima de Jinámar, donde vivían asesinados; de los profesionales orgánicos de Dios, de la grandeza de los delincuentes. Yo era joven, pero yo acechaba. Yo analizaba a los agresores, yo me asomaba a la parte racional de la razón, la poesía me ayudaba a pasar entre los ejecutados. Y un bien día, un glorioso día, un día victorioso, un día de triunfo, un día ético, Sócrates pasó entre las sombras, Sócrates suprimió la aberración. En la opacidad ambiente vi a ese hijo de cantero y comadrona, pardo y blanco. Vi su figura de embrión, su figura de cebolla, y que me miraba con mirada de materia, con sus ojos que veían hacia adentro y hacia fuera. Sentí una gran libertad en mi individuo, que yo descubría mi persona. Mente, mente, mente volvió a su unidad original, y el peligro de una mala eternidad fue sobrepasado y mis encuestas de espíritu se volvieron favorables. Era una mejoría abstracta y concreta. Y desde esta verificación de esencia, desde este fragor y esta estructura o desde esta aparición humana, yo no he cambiado la existencia de identidad. (Antidio Cabal 1925-2012)

ÁLVARO MATA GUILLÉ: EMPUJANDO LA LUNA


Cortesía del Periódico Tal Cual, 17-11-2012,
Caracas, Venezuela


Contaba Antidio que llegó a tierras centroamericanas cuando su padre, apresurándolo a salir de España, le dio a escoger entre varios países y eligió a Costa Rica porque no tenía ejército. Su inicial asombro se acrecentó, cuando al convivir con los habitantes del pueblón, como así lo llamaba Eunice Odio, vio pastar las vacas cerca de la avenida central; que la música del Himno de Costa Rica se bailaba en las fiestas y la bandera se utilizaba como capote en las corridas de toros; que Otilio Ulate, el presidente de ese entonces, se sentaba en la acera del Bar Chellez, en el centro de San José, a tomar tragos y conversar con él y otros noctámbulos; que Pepe Figueres, siendo mandatario, buscara a Carlos Luis Fallas (escritor, militante del proscrito partido comunista), para decirle que debía abandonar el país, ya que podían haber atentados en su contra. Calufa, como se le conocía, le dijo que no, que no se iba, y que él, como presidente, tenía la obligación de protegerlo. Días después, Calufa fue acusado de robarse cinco gallinas y se lo llevaron preso, encarcelarlo fue la manera que encontró Figueres para cumplir su “obligación de presidente”. Antidio reía siempre que contaba esta historia, sobre todo con la gran conclusión de Calufa, que le decía: “nombres Antidio, como se puede ser comunista en un país así”.
Antidio se convirtió en un costarricense nacido en España, como así convenimos alguna vez, enamorado del desenfado de esos viejos costarricenses más igualitarios, más ciudadanos. Entre anécdotas e historias de ese ya lejano país, mantuvimos largas conversaciones que transcurrieron también entre los griegos y las preguntas que intentaban comprender la realidad contemporánea y a nosotros mismos, sobre el exilio de saberse ajenos y sin respuestas, soledad que a veces destella en lo que escribimos como viento, como niebla. Su partida, la de nuestros amigos, nos hace recordar la orfandad de sabernos en tránsito hacia la muerte, la ausencia de sabernos solos, intentando empujar la luna. 



FOTOS DEL HOMENAJE A ANTIDIO CABAL 








Más sobre Antidio Cabal:

·       Ha muerto Antidio Cabal 
·       Se fue Antidio Cabal 
(Entrevista realizada por el poeta de Islas Canarias Antonio Jiménez Paz a Antidio Cabal)

ANTIDIO CABAL: POEMAS


De Campo Nublo. Antología. 1956.

1
HABÍA en el centro otro centro. Los lados estaban obscuros. Yo quería saberlo todo. Yo salía de mis partes temporales. Yo quería pasar a ningún sitio, a lo que está solo y en sí, a lo que no tiene desgracia esencial. Yo me negaba a sufrir en el sueño, yo buscaba un brillo que no pudiese ser sometido a interpretaciones.

4
CUANDO abrí la puerta me encontré con mi yo. Esto estaba completamente. Avancé hacia mí aproximándome a mí desde un yo y el otro. Me crucé conmigo  y me alejé según ambos sentidos de unidad. Temo confundir uno de mis dos cuerpos con uno de mis dos. El problema no es el alma.

5
MARCHANDO la belleza como marcha, corriendo hacia jefes de línea, hacia terribles tesoreros, hacia las desrelaciones con las criaturas. Larva, larva. Ella corre abdicando de su maternidad del mundo,  le hace caso a la viciosa élite, a la grasosa multitud. La publicidad vota por ella, la democracia vota por ella. Ella es destronada en lo alto de la plebe política. Entonces los desgraciado no la conocen, los intactos están reducidos para su alma. Desgraciada triunfadora, dama sin poeta. Yo la sigo en su acudimiento a las últimas sucias fiestas, ateniéndome a su mal uso en la ciudad. Arrastra su negror no  autónomo. La conozco en su autodesleal heterodoxia.

9
SER lo que soy me cuesta mucho, aproximarme a mi yo. En general, lo que cae  en mis sentidos no me corresponde, me corresponden los sentidos. Ni en los sueños consigo estar conmigo: igualmente me encuentro con la cultura, con los sujetos y con los objetos de no mí. No consigo soñar con mi yo. No consigo ser bello.

11
EXPLOTO de placer frente a la belleza, pero lo que quiero es explotar de belleza.

18
CANTA, oh musa, la innecesidad del espíritu en las ilusiones, su excesivo  trabajo para la apariencia en medio de la brevedad. Canta del cuerpo el tembloroso heno, canta los lados sanguíneos, la mente, la disparidad del uno. Canta a la poderosa verdad, como si existiera, canta sus inventadas vísceras, su vivir onírico. Canta el síndrome de la substancia. Canta toda esa agrupación  de individuos sacudidos por la finitud. Canta la espantosa obscuridad en la luz de la lógica simbólica. Canta más. Canta la belleza, sus fronteras de bengala, su permanente pubertad, su comida de hielo, su hierba blanca. Canta el radio de acción de la  psique en la penumbra. Canta las occisas ciudades, las aves cantando cerca de las cloacas, el plástico, las vitaminas, las constantes victorias del código genético, el rastrero triunfo del científico. Anda, canta los  bajos relieves del ser: hay espumas pastosas, bocio, la colisión de la nada contra las cunas. Canta el anhídrido carbónico, la cultura sin gritos del espíritu. Canta, oh musa mía, los nuevos sucios sueños, los nuevos sucios juicios, la peregrinación al dinero, la romería a los cheques, el perfeccionamiento contra las criaturas. Canta la persecución de la razón revelada contra Safo, contra sus  fuegos sobre el agua  y bajo el agua, la persecución contra sus conversaciones con la sangre, contra esta perversión, esta decadencia del logos y de la identidad, canta la ablación de Safo y la ablación de su poesía. Canta, oh musa mía, las células y los ganglios cálidos de San Juan de la Cruz, su quejido amarillo y sus tonadas contra la diversificación, y su ternura desde la grasa. Canta, oh musa mía, la investigación de Santa Teresa en los instintos, su estancia en las sensaciones, su capacidad de sollozar en la totalidad, su fabricación de Dios fuera de las usinas. Canta la soledad del cuerpo, el cuerpo y el espíritu corriendo solos, la carne y la sangre y las sienes sudando en las Olimpíadas. Canta la ausencia de Sócrates en el Senado, su nevada noche antes de la batalla de Platinea, la espesa cicuta de la ciudad, su banquete, su mercado, la multitud estética  de su mente, su visión ante el movimiento de la muerte. Canta la raza fatal de las Patrísticas, la espelunca de los políticos, sus dédalos, sus sesos. Canta la vulgaridad de la fe, las hordas en las basílicas, las hordas en las universidades,  las hordas en las playas,  en los hoteles. Canta el excesivo  martirio contemporáneo. Canta el exceso  escénico de Cristo en la  cruz, su excesiva producción del color blanco ahí. Canta, oh musa, la publicidad de la misericordia,  de los impuestos, de los electrodomésticos.  Canta, oh musa, la parusía de la basura, oh musa, la ética de la desigualdad compasiva, el vicio de los sentidos,  la perturbación de la Iglesia en la sangre, en la base de la sangre,  en la cúspide de la sangre,  un punto. Canta lo cursi como si fuera lo exquisito, lo sentimentaloide como si fuera lo emocionante,  lo sentimental, lo endeble como si fuera lo firme, lo burdo como si fuera delicadeza, lo efectista como si fuera lo auténtico, lo aparente como si no fuera la realidad, lo lacrimoso como si fuera lo tierno, lo llamativo como si no fuera el ser, lo monstruoso como si fuera la soledad, lo tremendista  como  si fuera lo trágico, lo desmesurado como si fuera la unidad. Celebra, oh musa mía, la multitud de imbéciles del ente, la masificación del cero. Celebra que seamos conducidos a ser genética, que seamos conducidos a la escasez de la razón, a la perfección de las enfermedades profundas. Oh musa, ten piedad de mí. Haz este trabajo antes de que seas ejecutada en las universidades y las artes sean esterilizadas y nadie quiera ser familia tuya y  sea   perdido tu murmullo original. Oh musa, hiere a los persas.

19
HEMOS suplantado lo visible por lo invisible, y sufrimos en la cicatriz.


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ANTIDIO CABAL. (Canarias, España, 1925-Costa Rica, 2012). Nacido en España y radicado en Costa Rica, este poeta de “las dos patrias”, ejerció también como profesor y desarrolló una intensa labor de promoción cultural.  Entre sus libros publicados sobresalen:  Poesía y error 1946-1955; Equipaje 1955; Días 1955; Relámpagos 1956; Campo nublo 1956; Guitarra 1957; El espacio como lenguaje 1957; Junia 1957; Rumor de la substancia 1958-1959; Guiniguada 1959 y Barranco 1959-1960.

11.28.2012

ÁLVARO MATA GUILLÉ: EXILIO CULTURAL: EL ALEJAMIENTO NECESARIO

Witold Gombrowicz, en conversaciones con Dominique de Roux, que dan forman al libro Testamento, donde se recopilan los diálogos realizados entre ambos sobre el quehacer cultural y la literatura, hacía referencia a lo que él denominaba: “las sociedades secundarias”, aquellos pueblos, que por sus características de desventaja, provocada por el lugar asignado en la jerarquía de la historia, construían su identidad —lo que nos identifica y da un lugar en el mundo— desde el desvalor. “Las sociedades secundarias” eran culturas sin cultura, historias sin historia, nacionalidades sin nacionalidad, que al establecer sus pautas, al ordenar su normativa, instituían la cotidianidad desde el no-ser, desde el negarse que se enclava como un parámetro, un norte, un sello indeleble, una marca, que las aleja y las hace permanecer fuera de la tradición, ajenas de sí mismas. 
            Excluir, negar, desvalorar, sentencias del menosprecio que conllevan un doble sentido: por una parte la condena que desestima al otro, lo niega a partir de las escogencias de una determinada perspectiva que se impone, de una determinada versión de los hechos que totaliza y establece las jerarquías sociales de la realidad, donde el excluido vale menos o no vale nada, y el que excluye se convierte en la referencia, el paradigma, el modelo que dibuja un rostro, el origen, el principio. El excluido, en concordancia con su condición de marginalidad, a través de sus traumas y complejos establecidos por la ontología de su designio, desprecia sus pasos, niega su hacer, se desprecia a sí mismo, haciendo evidente la no-querencia que nos descalifica y aleja de lo posible, es decir, de asumirnos en la construcción de lo que podemos ser en nuestro aquí y ahora. 
            El desprecio de sí mismos, forja la personalidad de las sociedades secundarias —su tono, su ritmo, sus gestos—; se incrusta como una daga en las vísceras de nuestras culturas; establece las pautas que impregnan todo hecho como un estigma, que se ata no sólo al cuello, a las manos o a la espalda, sino al espíritu, convirtiéndolo en el resultado de su propia mutilación. Desde ahí, desde esa condición del no-ser forjado en el anhelo del rostro del otro, las “sociedades secundarias” observan el paso del mundo, los hechos que se suceden sin participar de ellos, el omiso que no participa de la conformación del presente ni de su realidad, escondiéndose como un mal boceto, como la aberración de un fantasma, en la intolerancia y el miedo, en el resentimiento y la envidia: miedo al otro, miedo a sí mismo, negación de su cuerpo y su sentir, censura de su lenguaje y sus voces.
Al contrario, para el que participa de las “sociedades primarias” —la otra cara de la misma moneda, una dependiendo de la otra— el contexto cultural le era favorable, ya que provienen de una tradición legitimada, dueña del pináculo de las cronologías y lo verdadero, sabiendo que lo verdadero se acepta como un mandato, como un regla inamovible que permite, en este caso, no solo tener presencia en el mundo —una historia, una identidad, una cara— sino, en principio, un mundo posible; no sucediendo así con un polaco o un argentino, un mexicano o un costarricense, fusionados en el paradigma de la negación y el desprecio, siempre en tránsito del crecer adolescente, siempre al acecho del otro como una sombra, siempre con el estigma que lo convierte en su propio enemigo, en su propia negación. 
Menosprecio, descalificación, desvalor, actitudes afincadas en la cotidianidad existencial de los países latinoamericanos, que se suma a la tradición que nos marca desde la llegada española, el occidente forjado del feudalismo y la contra reforma, la inquisición, la ausencia de crítica, la exclusión de lo disidente, que también cohabitan en nuestros adentros como fantasmas que obsesionan nuestro hacer en su deseo de vestirse en los ropajes del otro —imitándolo, sublimándolo, idealizándolo— persiguiendo su imagen, como una identidad que se disipa, sometiéndose y subyugando, odiando y odiándose, en procura de una esencia que no existe, un espejismo que al llegar a él se deforma en lo grotesco, como una mueca desvanecida en el aire. Resabios de una historia que hace del negarse a sí mismo la condición de lo inmutable, la razón de ser que se vierte como ecos que resuenan sin resonar y confabulan con la adulación, la envidia, la susceptibilidad; desde ahí, desde esos lugares de la negación, anquilosados en una normativa que se construye de la carencia y el envanecimiento, ingresamos a lo contemporáneo —a la época donde los significados pierden peso y sentido, donde la metáfora y lo sagrado se ahuecan internándonos en la soledad del bullicio, en la frivolidad y el consumismo que todo lo transforman en cosas de cosas, manoseo y exposición de lo íntimo, del ser vaciado diluido en la virtualidad de la red y los medios de comunicación— sin lograr ver lo que somos, sin asumir nuestras preguntas, impidiendo con nuestro canibalismo, con la antropofagia ontológica que nos caracteriza, reencontrarnos, vernos, sentirnos.
Sorprende la riqueza cultural de nuestros países, la variedad de sus lenguajes, sorprende más la ceguera que los pasa por alto y los invisibiliza, el conformismo excluyente que al enfrentar las cosas las vuelve inútiles, sorprende la variedad de nuestras vejaciones que impiden el desarrollo de nuestra riqueza: la pluralidad, lo diverso. Invisibilizar los lenguajes, lo que somos y podemos ser, nos prohíbe, nos convierte en enemigos de nuestra propia voz, mutila nuestro espíritu, mutila la vivencia del presente. Si bien la exclusión el subyugar, han sido partes de la historia de las culturas —en lo político, en lo ideológico, imponiéndose sobre el origen, lo sexual, el género, el color de piel o la cultura— y siguen siendo prácticas comunes de nuestro accionar, las “sociedades secundarias” adicionan a estas ataduras, como una condición más que condiciona su razón de ser, la imposición de una verdad monolítica, de una sentencia que impera como única posibilidad: la prevalencia de su no ser, su minusvalía e impostura, su menosprecio. 
Si la imposibilidad es la normativa,si la descalificación es la costumbre, si la convivencia es sometida a la negación de su propio convivir, el tomar distancia —el destierro, la lejanía— aparecen como una opción del existir; rebeldía que al reconocerse en su propia soledad, en su extrañeza, buscan reencontrase desde el destierro: exilio dentro del exilio, mundo dentro del mundo que se vincula a los otros desde el alejamiento, transitando en los bordes de una realidad paralela, como islas flotantes, al decir de Eugenio Barba, cuando se refiriere a los grupos de teatro dispersos por el mundo que desean ser ellos, que para reencontrarse o reconocerse rompen las fronteras, buscando respirar, buscando construir su propios vínculos, estableciendo las pautas de sus correspondencias, creando su propia razón de ser.
Pues, el convivir no solo implica tolerar lo diferente, cohabitar con lo plural o establecer parámetros que posibiliten coexistir; convivir obliga a construir un lenguaje que de un sentido a las cosas, una justificación que nos haga creer, viéndonos y palpando desde nuestra propia piel, sintiéndonos y asumiendo lo que somos; es un hecho de la existencia, no una ilusión o una retórica, es una práctica vivencial, un transitar en el que decidimos todos los días, sabiéndonos ajenos y cercanos al abismo, permanecer, es el núcleo vital que posibilita un lenguaje y construir un rostro, el rostro de cada uno, es lo que hace que la democracia sea democracia y la libertad sea libertad.
Evasión, exilio, destierro, métodos necesarios que evitan no solamente la mutilación y la parálisis, la negación y la censura productos de nuestros traumas y complejos, de la inseguridad o de la baja estima, también nos permiten sobrevivir alejados (como las islas flotantes) de todo aquello que nos impide ser, porque a veces la convivencia solo se logra desde la no convivencia, a veces el estar es una renuncia obligada para poder estar, como sucede con el teatro o la poesía que deben renunciar al lenguaje para reformular al lenguaje, que deben alejarse de sí mismos para volver sobre sí encontrándose, que deben destruir los significados para reconstruir la realidad, reencontrando en ese ir la metáfora, lo sagrado, lo íntimo, sobre todo en nuestros días donde el vaciamiento prevalece junto al miedo y al fundamentalismo que posesionan lo cotidiano, donde los lenguajes se corrompen obligándonos a volver a empezar, a redescubrir el por qué de cada cosa, volviendo al silencio, ya que es en el silencio de donde surge el lenguaje, un lenguaje que nos permita reencontrarnos, que nos permita que algún día lo humano pueda encontrar de nuevo lo humano, como anhelaba Gombrowicz, y reconocer el rostro de nuestro propio rostro, la penumbra de nuestra penumbra vislumbrándose.
Este exilio, nuestro exilio, —citando de nuevo a Eugenio Barba— no es una amputación o una humillación. Es una conquista o, en otras palabras, una acción política. Se vuelve una toma de posición, no siempre declarada o consciente, pero concreta y activa contra una sociedad que tiene miedo de sus múltiples almas, de sus múltiples rostros, de sus otros lenguajes, que tiene miedo de sí misma.

*(Una primera versión se publicó en Italia, en el Libro Parole di libertá. AntologíaParole di scrittore sulla Libertá e il exilio, en traducción de Chiara Macconi. Pen internazionale, Editore SE, Italia, en 2010, como también en la Revista de Pen Club italiano. La segunda versión, se publicó en la Revista Incendios de México-Argentina-España)
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En Grafoscopio:
Álvaro Mata Guillé: Educación: Censura del Espíritu

11.25.2012

ÁLVARO MATA GUILLÉ: EDUCACIÓN: CENSURA DEL ESPÍRITU


Cortesía del Suplemento Página abierta
periódico Extra, Costa Rica

El inicio de las culturas, lo que marca la distancia entre el instinto y el lenguaje, es el descubrimiento de la muerte, el saber que morimos enfrentando el designio de la finitud, al abismo que se abre con su incertidumbre, la oscuridad que reaparece transformada en noche, en polvo, en universo. La necesidad que persiste convertida en ímpetu por estar y ser, en impulso por sobrevivir, es el núcleo vital que propicia lo que somos, el origen de las civilizaciones, de los significados que damos a cada lugar, a cada gesto, a cada cosa: nombres que al asignarlos construyen las rutinas que aprisionan lo cotidiano, trasladan la realidad –el aliento, el grito, lo otro– a los significados, definiendo los juicios que encauzan la costumbre, definen lo que somos, definen lo otro. El conocimiento nace pegado al cuerpo, al sentir que se percibe y al percibirse se descubre percibiendo, a la sensación que distingue su circunstancia de tránsito –su fugacidad, su centelleo– tratando de evitarlo, de evadirse, de encontrarse. Circunstancia de finitud y transcurso que se siente a sí misma: se sabe sin saberse, se palpa sin palparse, inmensidad dispersa en la oquedad de la nada, en la oquedad de ceniza que encubre el vacío en la nada, tiempo que pasa, tiempo que sabe que perece.
El conocimiento tenía una función práctica que provenía de la necesidad de la especie por sobrevivir: era la memoria, el recuerdo ligado al sentido, el instinto diluido en imágenes enlazadas al transcurrir de la vivencia, es decir, ligado al acontecer, a los hechos de lo cotidiano unidos a nuestras necesidades perentorias, a nuestras urgencias vitales, permitiendo con ello no solo el desarrollo de las culturas, sino también la aparición de la individualidad, esa afirmación del cada uno que asume la soledad de su sentir en el espacio-tiempo, que entre origen y finitud, forja una historia. La individualidad propicia lo plural, yo mismo mirándose entre parpadeos, descubriendo al otro rostro inmerso en nuestra propia necesidad, en nuestra propia mirada, que antes que mirada fue instinto, deseo, un querer vincularse que inicialmente fue autismo, soliloquio, luego diálogo, reconocimiento, proxemia. Búsqueda de conciliación, reencuentro que emana de esa circunstancia de saberse finito y ausente, de saberse la nada inmersa en la nada, de saberse el vacío que permuta como eco en la ceniza. 
Las primeras formas que encontramos para transmitir conocimientos, formas que denominamos ahora educación, estaban ligadas a la memoria, eran vivencias, titubeos que procedían del existir asumiendo la incertidumbre, la extrañeza, la precariedad de las circunstancias que se manifestaban a través del rito, la fiesta, la poesía, el teatro, recreando las narraciones acumuladas en los recuerdos, que contenían los conocimientos necesarios para ser y estar, dando con ellos un sentido a las cosas, una razón para permanecer, contrario a lo que sucede en nuestros días con la cadena de informaciones estériles, de desechos, de anquilosamiento que padecen nuestros sistemas educativos, caracterizados por una burocratización del sentir y el intelecto, que comulgan con los nuevos vicios y valores de la contemporaneidad, que nos acostumbra a acumular datos muertos e inútiles, donde todo vale igual y da lo mismo, todo objeto y cosa del entretenimiento y el consumo. Degradación de lo vital, de los vínculos que perecen en la unilateralidad de lo banal, decadencia del lenguaje, de las muchas palabras que nos abruman y dejaron de decir y significar, no siendo extraño, que ante estas condiciones de vaciamiento y letargo, de adormecimiento de lo vital y de pérdida del sentido del tiempo en la cosas, que la barbarie reaparezca escondida en la vacuidad petulante que inunda lo contemporáneo, su indiferencia frívola, su conformismo, su estética de apariencia hueca e idiota.
Alejar el olvido, saber que no sabemos, ímpetu por estar y ser, dieron fundamento, en la Grecia antigua, a la democracia, impregnando con ellos sus instituciones, sus estatutos, sus estructuras normativas, el ágora, su condición de ser, puesto que al develarnos en la incertidumbre, al descubrirnos solos y autónomos, nos obliga a construirnos desde nosotros mismos, a descubrirse y redescubrir al otro, a asumir la precariedad del nosotros en el entorno y la convivencia. Contrario a los estamentos de esta tradición, el sistema educativo que prevalece, sometido a la abulia del maestro, la pobreza del funcionario educativo o el político, elimina el núcleo vital que da sustento a la convivencia: la individualidad que se pregunta y se asume, negando con ello el fundamento existencial que da origen también a la democracia, el núcleo del convivir: el no saber, el buscase a sí mismo que haciéndolo se reconoce en el otro siendo lo diferente, el límite, el abismo que se transparenta. Negación del cuerpo, censura del espíritu, negación que se consume en lo inútil, destrucción de los vínculos y los lenguajes, deterioro de la persona transformada en precio y cosa, etiquetados como los muertos que se acumulan entre las urnas o las lápidas de los cementerios.
Si quisiéramos encontrar algunas de las causas que provocan muchos de los males contemporáneos (el por qué los jóvenes prefieren ser asesinos a sueldo o prostitutas, por qué la vaciedad de gestos y contenidos, el vacío que consume el sin sentido, la desconfianza, el miedo, el tráfico de nosotros mismos) deberíamos revisar no solo los nuevos valores que determinan el ser y estar de nuestra época, sino sus sistemas educativos, no solo en sus métodos, también en sus contenidos, en sus fundamentos, en la decadencia de su función vital, pues es ahí, en ese lugar que elimina la libertad y la creación, se construye en gran parte el olvido que hacemos recaer sobre nosotros mismos, moldeando los por qué de la indiferencia, de la frivolidad cínica que empaña nuestros días, ahí se censura el espíritu y la aspiración de lo que podemos ser, se moldea la barbarie, la abulia, nuestro vaciamiento.

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ÁLVARO MATA GUILLÉEscritor, director de teatro, ensayista, dramaturgo. (Costa Rica, 1965). Dirigió la revista Hoja en blanco y el sello Aire en el Agua Editores. Director del grupo Baco, de danza-teatro, de la revista Locutorio y del Instituto de creación poética en La Casa Refugio, en México. Ha dirigido, entre otras, las obras La señorita Julia de A. Strindberg, El jardín de las delicias de Fernando Arrabal, una adaptación del poema "Pasado en claro" de Octavio Paz, otra del poema "Cuadernos del destierro" de Rafael Cárdenas y de su propia autoría ha dirigido Escenas de una tarde, en repertorio desde el 2002. Ha publicado Intemperies, Escenas de una tarde, Debajo del viento, y saldrá en el 2013, su libro Sobre los fragmentos, en México.

11.18.2012

AMIR VALLE: LAS ABSURDAS SENDAS HACIA LA DERROTA


Libro de la derrota María Elena Hernández Caballero
Azud Ediciones 2010

La única forma de atrapar la realidad cubana en su verdadera esencia parece ser el absurdo, la parábola. Y es que nuestra realidad misma es absurda, parabólica hasta el límite, de modo que resulta comprensible esa tesis popular que asegura que el día que se escriba la historia de los “años revolucionarios”, sin alterar la verdad como hasta hoy mismo se ha hecho y se hace, se obtendrá el más grande libro del absurdo en la historia de las letras universales.
En eso pensaba cuando cerré el Libro de la derrota, novela escrita por la cubana María Elena Hernández Caballero, una indiscutible voz de la poesía cubana de los 90s que salta al terreno de la novela con esta obra. Sólo en ese primer salto ya hay un mérito: se trata de una trama distinta, muy personal, casi un soplo íntimo inconforme sobre el “tema cubano” y, sin embargo, es una de las obras más aportadoras al concierto de la narrativa cubana de las últimas décadas.
Yendo a lo más general: en el abordaje del trauma nacional que representa la debacle de todas las esperanzas que se forjaron con el triunfo de aquella Revolución (faro de libertad de las Américas según las fanfarrias de la izquierda) existe ya una marca de distinción entre Libro de la derrota y otras obras interesadas en reflexionar sobre este tema y sus derivaciones en la vida del cubano. Lamentablemente, buena parte de la narrativa cubana “crítica” escrita en la isla o el exilio asume una pose de juez omnipotente, de voz denunciante directa, de eje único de todos los derechos y verdades, y eso ha consolidado una larga saga de novelas y libros de cuentos que apelan al consignismo casi igual que el discurso oficial, aunque de signo contrario. Ya a fines de la década del 90 algunos críticos literarios hicieron notar en eventos en Cuba y fuera de Cuba la existencia en ámbitos narrativos (refiriéndose a un grupo amplio de obras) de un perfecto equilibrio entre el discurso oficial castrista (teque) y el discurso supuestamente contestatario (antiteque): se acudían por igual a posiciones extremas, contrarias al diálogo, y la diferencia radicaba únicamente en que el signo ideológico en ambos lados era distinto.
Libro de la derrota, al apostar por la vivencia más que por la denuncia, por el desgarramiento dramatúrgico que provoca en los personajes la realidad más que por la exposición directa de los males de esa realidad, se convierte en un libro único: las únicas apelaciones directas a la crítica “contestataria” se elaboran a través de la ironía o de un sutil humor que deriva en un perfecto mecanismo de adquisición social de la crítica (como si la novelista pretendiera recordarnos que una de las “virtudes” perdidas en el discurso político cubano fue la del humor como contrapunto en el debate ideológico, dejando a un lado el sutil arte de la ironía como instrumento del debate y del diálogo e implementando el arte de la conversión automática del oponente en enemigo a desacreditar, a destruir).  No obstante lo anterior, Libro de la derrota es sin lugar a dudas una de las miradas más profundamente críticas a la realidad nacional.
Otro de los valores indudables de esta novela es la construcción de un escenario absurdo como único escenario posible donde el lector encontrará una explicación “lógica” a los sucesos que se narrarán (pero siempre desde la lógica del absurdo asumido ya desde las primeras páginas). Valentina Morera va descubriendo, aplastada por la cotidianidad más absurda, cuánto hay de verdad y mentira en la supuestamente inmutable geografía ideológica que habita: “Cuando Valentina Morera nació el paraíso no estaba en el cielo, sino en otra parte muy concreta y distante: en Rusia. El infierno también estaba ubicable, en dirección al norte, a sólo noventa millas”, desde el mismo momento en que descubre que los pichones de paloma que ha decidido criar en la azotea de su casa son ¡¡¡horror! una cifra que ella odia y teme: doce (cifra que, por esas “casualidades” de la realidad incluidas en la novela se corresponden a aquellos supuesto 12 hombres sobrehumanos que, según la mítica revolucionaria, sobrevivieron luego del desembarco del yate Granma y con los cuales, según cierto personaje histórico muy conocido por los cubanos, “basta para hacer la Revolución”. A partir de esa marca del destino, el absurdo lo llenará todo (los dos libros rojos: el prohibido y el aconsejable, la Biblia y El Capital) y alcanzará un desdoblamiento casi mágico a partir del infarto de ese hombre, su padre, culpable de que ella se llamara Valentina, por coincidir el nacimiento de la niña justo cuando la soviética Valentina Tereschkova alcanzó el cosmos. Y culminará en una admirable parábola de los absurdos otro descubrimiento: la jefa de las doce palomas es roja y, ¡oh, coincidencia histórica! se llama Celia, como cierta heroína cubana que nos enseñaron a adorar desde pequeños a los cubanos de las últimas cuatro generaciones.
Lo mismo, una espiral de sucesos de la realidad que se desdoblan en situaciones absurdas, ocurrirán al carpintero Daniel Urrutia (cuya vida se entrelazará a la de Valentina) y a Eduardo Cruz, el gran personaje de esta novela, a quien llaman todos “Mosca blanca” porque es albino y tan fastidioso como las moscas. Luego Carmita, l teniente Ramírez, el sargento Retamar… y un supuesto “complot del enemigo” se encargarán de cerrar dicha espiral: Valentina Morera cederá el protagonismo a Mosca Blanca, Mosca Blanca pasará el batón al sargento Retamar y éste a Celia, la paloma roja, fugitiva y medrosa en un inicio, con toda una nación persiguiéndolas por organizar un también supuesto atentado contra el Comandante. Llegado un momento, curiosamente en momentos en que están en la Sierra Maestra, Celia piensa que “siendo doce, como eran, no sólo podían organizarse para la defensiva, sino que podrían empezar a pensar también en la ofensiva. Pero apenas podemos defendernos, replicaron recelosas las otras. Dijo que era mejor empezar por lo más seguro: la Sierra Maestra. Después verían cómo llegar hasta el llano. Las once barbudas preguntaron si estaba proponiéndoles hacer la contrarrevolución. Y entonces Celia contestó: O la revolución, nunca se sabe”.
El más maniqueo de los personajes, Mosca Blanca, representante del fracaso mismo de todas las ideologías y las éticas “revolucionarias”, centra en sí mismo uno de los mejores momentos de Libro de la derrota y es, me atrevo a asegurar, uno de los más sólidos personajes construidos en las tres últimas décadas de narrativa cubana. Es uno de esos personajes que, cuando ya han pasado meses desde que abandonaste el libro, te siguen trayendo resonancias nuevas, mensajes muy claros, en escenas que se reviven ante tus ojos como si estuvieras, otra vez, leyendo. Y es que la novelista, a partir de algo tan burdo como la impotencia sexual construye una trama donde el mal llega a esta vida: Mosca blanca tiene su primera erección vigilando a dos amantes furtivos (Valentina y Daniel). Se erotiza persiguiendo las libertades individuales de los demás, y ese detalle, descubrir que la satisfacción sexual está fuertemente imbricada a vigilar al otro, a denunciar las “conductas impropias” de los demás, lo transforma en un ser tan irracional y absurdo como irracionales y absurdas han sido las conductas de los dirigentes políticos cubanos desde 1959. Sin decir, la novelista dice fuertes verdades; hace una profunda y certera incisión en el cuerpo podrido de la ideología política cubana de la llamada Revolución mostrando literariamente la imperfección humana de Mosca blanca que lo lleva a la doble moral, a la manipulación ideológica, a la mentira (siendo el lector quien descubre esa doble moral, esa manipulación ideológica, esa mentira a través del accionar de este personaje: la novelista prepara el escenario, mueve a los personajes… el lector tendrá que desentrañar los mensajes en clave del absurdo más cotidiano, ése dentro del cual aprendimos a vivir todos).
Novela, también, precisa en el lenguaje, aunque focalizada siempre en mostrar las escenas, en dar vida a los personajes, a través de un lente que les sacuda incluso de los más ligeros visos de la realidad para que lleguen al lector con esa perspectiva natural con la que cada uno de ellos acepta el absurdo de sus vidas, igual que hemos hecho mucho desde que nacimos, como creía Valentina en su teoría del destino para hombres fracasados, en ese pequeño país llamado Cuba. “Peor: una isla”.
Novela importante. Y singular. Y de muchas lecturas. Como debe ser la buena literatura, Libro de la derrota es una muestra más de la madurez literaria alcanzada por María Elena Hernández Caballero.