Pocos
como Jorge Mañach advirtieron, tempranamente, con mirada de cuestionamiento y
anticipación sociológica, sobre las dimensiones perceptibles y no perceptibles
(así como también del alcance devenido tentacular) del llamado fenómeno anti-intelectual.
En la primera mitad del pasado siglo, el estudioso cubano (minimizado
actualmente a citas y rescates oportunistas, por cierta hermenéutica anclada en
añejos reservorios de la empresa cultural socialista) apuntaba: “No sólo entre
el pueblo bajo, sino hasta en la burguesía, el ser o parecer intelectual es una
tacha”.[1]
Pensado
desde esferas analíticas de poder, el anti-intelectualismo focaliza imaginarios
e inconscientes de personas aplastadas por diversos factores, relacionados en
su mayoría con la vulnerabilidad social (ingresos económicos tenidos por
parámetros de la ONU como índices de pobreza, hostiles niveles de subsistencia,
falta de oportunidades, o simplemente, de tiempo, para acceder a internet o a bibliotecas
de la comunidad) para luego interactuar sobre estas, articulando inimaginables
sistemas de vasallaje sociocultural.
No
es el objetivo de mi atisbo profundizar en temáticas y referentes, cuyos
núcleos han sido desmontados (desenmascarados, me atrevería a decir) por miradas
sagaces, provenientes de las más diversas latitudes. Voy a detenerme sólo en
los mass media, o mensajes mediáticos, espacios donde el destinatario
suele ser agredido con la mayor sutileza e impunidad.
Sabido
es que producto del aún deficiente (y en ocasiones nulo) acceso a los servicios
online, así como también de la pérdida de los hábitos de lectura,
generados por la escasa motivación para realizar visitas a librerías y ferias
del libro, la sociedad cubana tiene un espectador acrítico que todavía consume
productos emitidos por las teleemisoras
nacionales. Es preciso acotar que, pese a la invasión al identitario, y a los
hogares (que no son entes abstractos) de audiovisuales informales nombrados en
el argot popular, no sé si de modo peyorativo o sarcástico, como El Paquete,
se continúa en Cuba tragando televisión.
Y
es precisamente en dicho soporte donde refinados mecanismos anti-intelectuales,
difíciles de descodificar aun por un espectador inteligente, se manifiestan
mediante la estructura de un breve comentario, conocido en la hermenéutica
televisiva como spot. Se trata de una trama mensajística en pro de la
salud, la cual tiene como basamento el influjo de hábitos nocivos como el
tabaquismo o el consumo de alcohol. Aunque en apariencia inocente, y
científicamente bien fundamentado, este decir tiende a concentrarse en figuras
de renombre del panorama artístico-literario, tanto insulares como foráneas,
vinculando sus decesos, y por añadidura sus respectivas praxis y
comportamientos a título de individuos al abuso de lo que en términos
toxicológicos nombran como drogas blandas (cigarro, café, bebidas elaboradas a
partir de procesos químicos realizados a las mieles que se obtienen de la
industria azucarera, entre otras). Resaltan, víctimas de estos enunciados de
varios filos, figuras imprescindibles de las letras insulares como José Lezama
Lima, o el ex-Beatle George Harrison, dueño de toda una impronta junto al
legendario cuarteto de Liverpool.
Harto
conocido es la carga de malditismo, restricciones, silenciamientos de corte
ideológico y “mallas de suspicacia” que pesan sobre ambos generadores de
presupuestos estéticos, validados por los más diversos públicos. Se trata, a mi
juicio, del empleo solapado de lo que Desiderio Navarro define como “tamizdad”:
neologismo ruso que “Designa, las ediciones norteamericanas, euroccidentales
(…) de textos de autores soviéticos y de otros países del bloque socialista
que, por decisiones gubernamentales, no podían ser publicados en sus países de
origen”.[2]
La
extrapolación de un tamizdad de nuevo tipo se despliega sobre
atribulados ratos de ocio, en los que participa la psiquis de un indefenso
espectador. Como si no resultaran suficientes las dosis de escarnio y
ostracismo a que fueron sometidos en el pasado estos creadores,
circunstanciales poderes exegéticos demonizan hoy sus legados ideo-estéticos,
parapetados en sanitarias campañas audiovisuales. Me parece oportuno señalar
que no desdeño el alcance (ni la necesidad) de modelos identificadores de elementos de riesgo en
cuanto a la formación de tumores, por lo general irreversibles para toda clase
de terapias. Se trata de no socavar la imagen de aquellos que, desde una u otra
manifestación vinculada al quehacer creativo, han generado narrativas de
inclusión y visiones antropocéntricas, llegando a sobrepasar lo que los formalismos
semánticos tienen por fronteras.
Pienso,
como lezamiano y beatlemaniaco que, tanto decisores como orquestadores de
cuanta mediocridad y proceder arbitrario se origina en nuestros medios (supeditados,
como se conoce, a los centros de dominación políticos) deben pulsar, con
respecto a sanitarios llamados de alerta, estrategias que no incidan en el
menoscabo de quienes han enriquecido (y enriquecen) nuestro potencial humano y
cultura de respeto al Otro, con obras de la magnitud de Paradiso y de While my Guitar Gently Weeps. Los receptores
de semejante displicencia mediática, jóvenes y no tan jóvenes, que desconocen
al hombre de letras de la Calle Trocadero, o al virtuoso incorporador de
elementos de la música hindú en el rock,
elaborado por la mítica banda británica (y cuyo desconocimiento parte de las
actitudes de recelo ideológico de los mismos medios que no los han tenido en
cuenta más allá del abstracto y desfasado concepto de Las masas), no
saldrían bien parados al tratar de establecer nexos entre hacedores de cultura
y nefastas adicciones, pasadas antes por desconcertantes tramas de nulidad. Métodos
de divulgación para promover salud y calidad de vida, pueden llevarse a cabo de
manera un poco más racional y objetiva y, sobre todo, sin infligir heridas,
muchas de ellas no restañadas a pesar del tiempo transcurrido.
El
anti-intelectualismo adecua su operatividad a las demandas socio-políticas de
quienes espuriamente lo urden, en nombre de un supuesto dragado de bahías
morales. Pierre Bourdieu nos advierte sobre “el anti-intelectualismo viril” y
“la tendencia de las fracciones dirigentes (…) a concebir la oposición entre el
hombre de acción y el intelectual como una variante de la oposición entre lo
femenino y lo masculino”.[3] Bajo el tutelaje de este
ominoso proceder se halla, también en el soporte mediático que nos ocupa, el
espacio de La novela cubana, cotizado por el insular que a esa hora
escapa de la dura cotidianidad mediante opiáceas propuestas. En el sistema
argumental de dicho producto, se observa, con frecuencia, imágenes de artistas
y escritores con vestimentas y comportamientos estrafalarios, encapsulados en
soluciones diaspóricas a sus ámbitos conflictuales, holgazanes, con preferencias
sexuales supliciadas por el imaginario colectivo, carentes de actitudes cívicas,
etc. Estas focalizaciones, a todas luces mal intencionadas, y por demás rayanas
en el tributo a estereotipos, incubados en severos periodos inmovilistas, denigran a poderosas fuerzas actorales,
llamadas a revertir situaciones de crisis que a nivel de país, y en lo que a
valores atañe, revelan indicativos alarmantes.
Tarea
harto difícil es erigir líneas de contén a toda una logística y un pensar,
puestos en función del atrincheramiento del antiintelectualismo. Una Castalia
como respuesta sería impensable, tardío acto del mejor bufo, donde hasta lo rotulado
como La Patria, liba, muy a nuestro pesar, de la planta del choteo. Ergo: que
el emplazamiento, la oportuna embestida y el olfato para tan negativo fenómeno,
no se nos conviertan, remedando al trovador, en perdidos unicornios azules. Y
que la seda de estos guantes no nos reduzca hasta hacernos caber en el tokonoma.
[3] Desiderio Navarro. Ob. cit. 27.
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