(…) qué tristeza al pensar que solo los
cabrones compatriotas nos niegan el aplauso.
Pero así será por eterno. Nada debemos
esperar de los cubanos marchitos
y resentidos de los últimos 50 años. Hay
que apelar a los jóvenes
que el ingenio y la sangre moza prometen,
sí, amigo Lezama, prometen(…)
Me honra, sin embargo, pensar que
pertenezco al grupo Orígenes,
que está mostrando ser lo único que vale
en espíritu y disciplina
en esa bella durmiente Isla.
Carta de José R. Feo
En su temprano exilio neoyorquino Eugenio
Florit, copartícipe a intervalos y conciliables distanciamientos de «la gran
aventura origenista», a mi modo establece cotos entre origenistas orgánicos y circunstanciales,
compone «Los poetas solos de Manhattan1», texto que roza lo
epistolar-conversacional, súmmum y retrato de las esencias, carencias,
transpiraciones y duro soliloquio de un «destino diaspórico» devenido cíclico:
«Lo que pasa (...) / es que aquí no hay vicarias, / ni castillos de jagua, ni están
conmigo mis poetas/ ni mis palmas (las palmas ay...). Es obvio que el sujeto
lírico, esa invención que asiste y entrampa por igual al escriba, no busca sino
la explicitación de un país perdido, recuperado y acaso reinventado desde el
accionar de la memoria: las palmas como símbolo vindicativo y tropismo
paisajístico por antonomasia, cosa que en la actualidad pudiera inferirse como
el remanente de un presupuesto estético decantado por el tránsito fatigoso y
constante sobre la imago, pero que sin duda alguna nos trae de vuelta a lo
canónico-genésico, ese traumático despertar de lo cubano trascendente en la
cultura, que tendrá como iniciador y especie de figura crística a José M.
Heredia.
Con éste regreso
a lo que bien pudiéramos denominar «la patria decimonónica», Eugenio Florit, invisible
a los tercos modelos de aceptación de la historiografía literaria nacional, no
hace más que aportar el necesario énfasis en la tesis lezamiana de que «la
poesía tiene que encarnar en la historia», suerte de eticidad que animó el surgimiento
y posterior desempeño del movimiento Orígenes , y lo planteo en términos
cinéticos, porque su impronta sobrepasa la efímera existencia física que, cuál
destino manifiesto, acoge o ensombrece a una publicación seriada, sea cual fuese
su campo operacional, su corpus.
Florit, lo mismo que él ícono de los procedimientos délficos (hombre revestido
solo de la invulnerabilidad que una imago expresada como «sistema poético del
mundo» le ofrecía; poca coraza frente a las procacidades de una vida cultural
tan azarosa, propensa al arremolinamiento de sus hacedores, ya sea por
ostracismo, negación o la consabida y pacata fórmula del malditismo) coinciden,
por separado y al unísono en que «Historia y Poesía (con mayúsculas) deben
confluir en un solo punto inapresable, integrar un solo cuerpo doloroso». Esta idea,
hoy leitmotiv en el destino de la
nación cubana, aparece con similar y precoz fecundidad en anteriores proyectos
editoriales como Verbum y Espuela de plata, supeditados al
mecenazgo la mayor parte del tiempo, ya que el atisbo gubernamental se comportó
siempre de modo remiso y opaco en lo que a amparo logístico atañe;
incomprendidos y hasta vapuleados al decir de Cintio Vitier, «porque no hacíamos una poesía de
consigna que ellos entendían como poesía social2». Gemelos en la
periodicidad, estos proyectos encarnarían el nutriente épocal de la Ciudad Letrada
que más tarde tornaríase en continuum a partir de Sur, Contemporáneos, o la
propia Revista Orígenes, usufructo,
según Rafael Rojas, de la utopía romántica de una literatura regida por leyes
propias, que el modernismo difundió en Hispanoamérica.
Hoy se dedican
infinitas loas y cantos apologéticos al centenario de Lezama. Unos y otros
signados por lo que se presupone desenterramiento arqueológico, rescate de una
tarja de cementerio: José Lezama Lima (1910-1976). Su obra se (re)edita y es
devuelta con honores más / menos cosméticos, más / menos sinceros a sus
lectores potenciales o iniciados. Lectores que fueron privados en su momento de
la fuerza culturalmente liberadora, del Eros cognocente de Oppiano Licario,
José Cemí, Fronesis, Olaya, Foción, Baena Albornoz, el cura Eufrasio o el guajiro Leregas, alucinante propietario de un «falo (que) no parecía penetrar
sino abrasar el otro cuerpo. Erotismo por compresión, como un osezno que
aprieta un castaño3». Lectores, valga la redundancia, empujados al
menoscabo o en el mejor de los casos al desconocimiento del arsenal lezamiano por fuerzas de la suspicacia y el desdén. Oscuros
gestores del anquilosamiento de la praxis artístico-literaria, asunto que ahora
de manera retroactiva, eufemística y benévola llaman Quinquenio Gris. O
decenio, vaya Dios a saber.
Circunstanciales
comandancias exegéticas se aprestan a descorrer velos, generan toda clase de lecturas
envolventes, más propias de un triunfalismo casi programático que de un mero
acto de justicia, sin embargo el autor de los imprescindibles Tratados en La Habana, Paradiso, Analecta del reloj, Dador,
o La cantidad hechizada, por solo
citar algunos ejemplos, sigue siendo el gran desconocido-conocido (o
viceversa). Quizás la muestra más evidente (y elocuente) de ello se encuentre
en una pieza icónica de la cinematografía nacional: Fresa y chocolate, como se sabe, inspirada en el relato de Senel
Paz «El lobo, el bosque y el hombre nuevo»: David, personaje cuya conformación
psicológica responde a obvios constructos hetero-normativos, o sea representante
de un férreo orden patriarcal venido del imaginario colectivo y los ítems de toda una serie de prácticas
sociales reguladoras del comportamiento sexual (para plantearlo con la menor
acritud posible). Joven-estudiante-universitario, es decir, políticamente
correcto penetra en la casa de Diego, exponente de «lo pájaro» algo que «más que
una postura sexual, es ya una noción inscrita en la gramática de los procesos
culturales cubanos4», está llamado a subvertir máscaras y falocéntricos
modelos de legitimación desde el potems
de un acervo cultural que lo ciñe, refracta y acaso estratifica. La mirada de
David repasa la ecléctica conformación espacial de la guarida; entre sorprendido
y perplejo se detiene, como ante la más antonomasica imagen oracular de las
poéticas de greco-latinas, en los perfiles, digamos cosmogónicos, de un cuadro
con la imagen de Martí, adlátere de todo
un sinnúmero de objetos que aunque disímiles en proporciones y connotaciones,
concurren en pro de una cubanía emblematizada, ausente de las carnavalizaciones
oficiales que suelen asaetar a dicho tópico. Al atisbar la foto de Lezama
conectado de manera casi esotérica a su inobjetable habano, pregunta, en medio de la más desconcertante ingenuidad, si
el hombre del tabaco encarna la paternidad biológica de su interlocutor.
Secuencia de los motivos al fin, transcurre del ocultamiento tragicómico a la
visibilidad iniciática.
Si a comienzos de
la década del 30 del pasado siglo veinte el panorama literario cubano, recibía
el influjo, ora magnético, ora aplastante, de figuras como Juan R. Jiménez,
Luis Cernuda o Jorge Guillén, unos pocos años después nuestra práxis, o nuestra
manera de concebir y asumir «los discursos sobre la nación, la identidad, la
poesía, el ethos y la historia
insular5», experimentarán un giro de 180 grados al inaugurarse
precisamente con Lezama Lima la recuperadora idea de la teleología insular: «la
ínsula distinta en el cosmos o lo que es lo mismo: la ínsula indistinta en el
cosmos». Comienza así una expression poética volcada hacia lo endógeno, un
matarrelato expositivo de lo autóctono y todo lo que implique «rescate de
esencias cubanas profundas». Lo que después tomaría cuerpo en "Noche
insular; jardines invisibles": «La mar violeta añora el nacimiento de los
dioses/, ya que nacer es aquí una fiesta innombrable», versos que más que un maderamen
estético pos-fundacional, esbozan un legado ético, un claro sentido de pertenencia
desde los antinómicos historia/memoria, contestado (no rebatido) por la
sentencia piñeriana: «La maldita circunstancia del agua por todas partes»,
replanteo exegético que problematiza el espíteme origenista del sustrato teleológico de la cubanidad confinada a una
relación mitopoética que le confiere al lenguaje una condición subalterna
respecto de la topografía, pero que, como manifestara anteriormente no socaba o
rebate, en todo caso solo crea formas de entendimiento binario de un asunto que
hasta entonces se revelaba signográfico del imaginario escritural del siglo
XIX.
Siendo en 1971 el
más notorio, polisémico y comprometido con la preservación del caudal identificatorio
del tan llevado y traído tópico de la nacionalidad, al punto de formular en
inigualable exégesis que «la revolución significa que todos los conjuros negativos
han sido decapitados. El anillo caído en el estanque como en las antiguas
mitologías, ha sido reencontrado. Comenzamos a vivir nuestros hechizos y el
reinado de la imagen se entreabre a un tiempo absoluto. Cuando el pueblo está
habitado por una imagen viviente, el Estado alcanza su figura6»,
siendo incluso aclamado por la repercussion nacional y foránea de Paradiso (obra que marcará el fin del
embeleso ideotemático que, anclado en la deficitaria moral criolla dejaría inoperantes las formas no canónicas de asumir la sexualidad humana y por demás,
nuestro primer y gran guiño de complicidad para con el diferente y lo
diferente) no podrá eludir lo gravitacional expiatorio a raíz de su
participación como jurado del premio Julián del Casal que, harto conocido por
todos, fallara en 1968 a favor del siempre incriminado poemario Fuera del
juego. Circunstancia en la que «la vida de la intelectualidad cubana se enredó
en una malla de suspicacia y desconfianza, con la arribazon del oportunismo
político en redacciones literarias y empresas culturales, fauna que actuaba en interés propio, pero
auroleada de gran servicio patrio7». Y no dejar de acotar que Manuel
D. Martínez y José Z. Tallet, coautores junto a Lezama del acta de premiación
del polémico certamen, que diferencia de este, no sintieron jamás sobre sus
personalidades escurridizas (bendito Edgar A. Poe que no precisa de
panegíricos) el balanceo del péndulo homófobo y anticultural. Suma de verdades
contradictorias, que algunos concede refugio de acrópolis y a otros la hiriente
categoría de comistrajo.
En Canción de amor en tierra extraña, todo
lo anterior se resumen y expresa de manera contundente, aleccionadora quizás:
«y después encima Humbertopa acusó como a siete más que él sabía que los
querían joder y se los sirvió en bandeja, entre ellos al Gordo, a Lezama, que
se quedó patidifuso porque en su vida había escrito nada contra la revolución, pero
era origenísta, y hermético y católico y maricón. Demasiado ¿no?, y los que
iban a mandar en la cultura le tenían muchas ganas, pero ganas de no verlo más,
de desaparecerlo, hacía rato que lo querían desintegrar, difuminar,
volatilizar; desde siempre pero sobre todo desde Paradiso y de todas las jodederas del capítulo VIII y Farraluke y
el apoplético incorporador del mundo exterior (que era la manera más culta de
la historia para nombrar a un maricón). Bueno lo quisieron joder, porque el Gordo
hacía ya rato que estaba generando en el espacio vacío de los taoístas e iban a
tener que mamársela, ahora mismo o en la eternidad, porque de allí no hay quien
te saque: ahí se entra o no se entra pero sí entraste, no hay un cabrón que
pueda expulsarte8».
Poseedor de una
inventiva referencial, capaz de sopesar de la manera más docta y desacralizante
lo alegre o lo deplorable, lo sublime o lo dispéptico de algunos episodios de fácil
enquistamiento, y que muy pronto habría de devenir en prontuario y amable
envoltura protectora frente al sesgo y lo que el mismo definiera como una
«diabólica vuelta a la homogeneidad, a la no diferenciación9», se
las agenció para habitar, si es que el término lo admite, en un complejo y
sutil mundo de analogías, epítomes y traslaciones de significados tan infranqueables
como catárticos dada la ingeniosidad o el desenfado de los mismos. Recuérdese
tan solo el empleo recurrente de «la ananké» y «el ojo fijo del ciclope». El
primero, con carácter quizá premonitorio, refiere lo improrrogable de la muerte
y el ascenso deifico a sus dominios de quienes consideraba elegidos, seres convocados
al desenlace fatal en pos de la virtud devenida simiente. El segundo, de
sardónica y homérica hermenéutica, alude a las proporciones metastásicas del
inmovilismo que, arropado en el antifaz lexical de un Primer Congreso de Educación
y Cultura, arrastraría al país a la degollina de su impronta espiritual.
Si en la
focalización de los sincretismos lingüísticos de la simbiosis afrocubana, Lydia
Cabrera nos introduce, sin remilgos morfológicos de índole folklorizante, en el
maltratado espacio que el poder y la tradición suelen conferir a las llamadas
alteridades étnicas, a Lezama tocará la nunca bien ponderada empresa de acoger
en el léxico la vecindad quemante de las alteridades sexuales, forzadas a la
reptación por la ausencia de respaldo sociológico e imparciales estudios de género,
prestos a batallar con el dogma y su inmediato sarcomatoso: la intolerancia. En
tan espinosa encomienda fungió como adelantado; entre el insulto que se deriva
de la desobediencia del intelecto y el ser absorbido por la mojigatería
criolla, escogió lo primero, recibiendo como respuesta punible el ostracismo y
la imposibilidad del staccato a sus notas existenciales.
Ente novelable,
padeció lo que cualquier personaje de ficción en un hiperbólico entramado que
rebase sus fuerzas y asideros psicológicos. Lo mismo que el memorable Klestakov
de Gogol10, trazó el desmontaje de una conciencia nacional
irascible, mórbida desde la forja hasta el despliegue de sus metarrelatos
posteriores, plagada de convencionalismos y antivalores que el doble rasero
oficial siempre niega o convierte en mímesis. Poetizó, como nadie, el erecto
masculino en una Isla que en harapos tocara a las puertas de la modernidad, y donde
el subalterno y los fundamentalismos de su cultura falócrata no han de convivir
jamás sin opugnación, sin distingos ni salvedades hombre/mujer en los
dictámenes más excluyentes o hasta en las vulgares represalias que se anotan en
la cuenta idiosincrásica. Qué hay, me pregunto, de la preceptiva erotista del
capítulo VIII de Paradiso (eminentemente profano a pesar de la religiosidad que
algunos estudiosos resaltan como algo expedito en la biografía del autor) a la
sodomía, para dar acuse gramático de conformidad con la vieja usanza semántica,
de los victimizados Jack Twis y Ennis del Mar en Brokeback Mountain11. Seguramente muy poco: un alma en
pena dispuesta a infringir la glosa hegemónica que valida o invalida al sujeto
de su atisbo, según cláusulas ordenancistas, o caprichos que alguien menos irreverente
llamaría subjetividad.
Despertó a su
país de la somnolencia para con el Otro, dio pasos concretos hacia la búsqueda
afirmativa de lo que hoy tranquilamente llamaríamos underground literario. De sus detractors institucionalizados o
subyacentes, se refugió en el tropo, en la recuperación de lo arrebatado mediante
una sin igual estética de lo críptico, o en las gradaciones de un sentir cubano
que desactiva piras e invectivas. Su texto El pabellón del vacío transcurre en
un crescendo de amarga polifonía: «Me voy reduciendo, /soy un punto que desaparece
y vuelve/ y quepo en el tokonoma. / Me hago invisible / y en el reverso recobro
mi cuerpo/ nadando en una playa,/ rodeado de bachilleres con estandartes de nieve,/
de matemáticos y de jugadores de pelota/ describiendo un helado de mamey./ El
vacío es más pequeño que un naipe / y puede ser grande como el cielo12».
En el tokonoma,
más que en Trocadero No. 162, fijó su residencia última a la manera quizás de
una catacumba extrapolada, de un Reading que aunque expositivo de angustiosa metáfora
insular, en el traspaso de significado no pierde la resonancia de lo que
postula Rimbaud en "L´ange et l´enfant": «¡Que la tierra no encierre
al alumno celeste!» Y la tierra de la transculturación, fenómeno que un sabio
definiera como «el ajiaco cultural», no encerró a quien fuera quizá el más
celeste de sus discípulos.
Obras Citadas
1. Publicado en Los poetas solos de Manhattan. Antología personal. Diputación de Huelva, 1992. Página76.
2. No olvidar el refinado anatema
inferido al respecto por Nicolás Guillén: «(…) nadie necesita de plateadas
espuelas para hacer andar a Pegaso». A mi parecer, una expresión digna de
figurar en las mejores antologías del encono y la torpeza analítica. Es obvio
que aunque en el momento en que se explicita el recelo gremial del hoy Poeta
Nacional, Vitier está aun lejos de suscribirse al núcleo de la redentora
proyectiva lezamiana. Ver: Asedio a
Lezama Lima y otras entrevistas (Ciro Bianchi Ross. La Habana: Ed. Letras
Cubanas, 2009. Página. 76).
3. José Lezama Lima, Paradiso. La Habana: Ed. Unión, 1966. Páginas 389-394.
4. Alberto Abreu, Virgilio Piñera: Un hombre, una Isla. La Habana: Ed.
Unión, 2002. Página 122.
5. Alberto Abreu, ob.cit., p. 159. 6.
José Lezama Lima, Confluencias. La
Habana: Ed. Letras Cubanas, 1998. Página 399.
7. Reynaldo González, Lezama revisitado. La Habana: Ed. Letras
Cubanas, 2009. Página 205.
8. Guillermo Rodríguez Rivera, Canción de amor en tierra extraña. La
Habana: Ed. Unión, 2007. Páginas 61-62. 9. José Lezama Lima, Tratados en La Habana. La Habana: Ed.
Letras Cubanas, 2009. Página 272. 10. Véase: «El señor Nicolás Gogol» en Letra y Solfa, Alejo Carpentier. La
Habana: Ed. Letras Cubanas, 1997. Página 249.
11. Véase: "Las cámaras salen del
armario" de Reynaldo González. La
Gaceta de Cuba 3 (2006): 64.
12. José Lezama Lima, "Que sigue caminando, manglar y uvero", Matanzas,
Cuba, Ed. Matanzas, No. 15. 2010. Páginas 16-17.
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