2.14.2015

JOSE LUIS SANTOS: LOS DEMONIOS TE LLEVAN A DECIR


Al otro extremo de la cuerda
 tiene que estar Dios…
Gastón Baquero

I

En medio de una simbiosis de creación y (auto)destrucción, y renegando de todos los nirvanas y formalismos rituales (incluidos los ideológicos), Alejandra Pizarnik escribió (sentenció más bien): «Los demonios te llevan a decir que has vivido demasiado tiempo encerrado en una máscara de oro». Amén de extrapolaciones, nota sacadas de contexto y posibles destinatarios a nivel extradiscursivo, me permito el uso de una lógica otra respecto a lo que postula el sujeto lírico de la Pizarnik: la literatura (insular) que se suscribe a un cuerpo anecdótico con visos de enunciado supuestamente real (testimonio genéricamente hablando: no es aún el momento de lanzar anatemas sobre la veracidad y/o lo verosímil) ha sabido hacer de la máscara una poltrona, casi un travelling. Podría decirse que el testimonio ha sido la doncella encerrada en la torre, hasta tanto la ideología antiintelectual de la disolución del sujeto creador individual (esa que reduce al autor a la ínfima categoría de trasmisor e ilustrador de una ideología generada por otro fuera del arte) no cedió su puesto en el rescate a la, digamos coherencia de un testimoniante otro (testigo), descreído explícito de la épica, y de la utilería que circunda a los héroes encartonados[1].
En el caso de Cleopatra, la reina de la noche (Santa Clara, Ediciones Capiro, 2005) la praxis del testimoniante-testigo-narrador, cómodo en su posición de yo atravesado por relaciones de poder, e inhibido como sujeto emisor de un  referente, se subvierte para dar paso a la indagación desde ángulos de soterramiento, como en la mejor pieza del llamado «realismo sucio».

Desde su anterior texto Yo también maldije a Dios, Amador Hernández Hernández nos propone un tratamiento desacralizante de realidades y temáticas escasamente amables, atrapadas en una doble trampa de sordina y elipsis, tendida por la política cultural de la nación, endeudada en algún momento con el, digamos onanismo ético-estético de la creación socialista (realismo), que elevaba a la categoría de metarelatos la grandes hazañas colectivas y casi dejaba proscrito y maltrecho, flotando en la nulidad al solitario e intrascendente hombre que volcaba la idea de la «responsabilidad histórica» proclamada por Sartre, encima de una mustia ración de alimentos gubernamentales.
Sino loable al menos meritorio, es la inclusión del testimonio como género en la fisonomía de algunos certámenes literarios del país en los 1970s. Pero cuidado: inclusión es únicamente sinónimo de estatus legal, no de santificación a nivel de praxis. La Casa de las Américas, el más viejo aparato cultural del proceso de la revolución, y a la vez el más notable en cuanto a imagología (la tesis del hacedor de imágenes, sustentada por M. Kundera nunca ha sido más oportuna) al formular la permisibilidad genérica respecto a su convocatoria anual, solo estaba dando los pasos necesarios para crear el corpus normativo, o lo que es su análogo: el sentido absolutamente vertical del ordenamiento. El Jesús Díaz más distante de la aseveraciones dogmáticas (si lo identifico con semejante categoría, es solo para enmarcarlo en la toma de posiciones, digamos estéticas, que lo escinden por completo de su anterior participación en la llamada cuentística de la violencia revolucionaria) dictaminaría, sin medias tintas, la existencia de mecanismos aún por aceitar. Pero el criterio del Díaz de la ruptura podría servir, si acaso, para allanarle el camino al Después, que en dicha manifestación genérica equivale a un coto de operatividad, más que a una entrada con bombo y platillo al panorama sociocultural de la isla. Mientras, el Antes de la praxis testimonial, con sus muchos sujetos portadores de enunciados veraces y verosímiles, re-creados a veces, dormitaba tranquilamente. Y el sueño de la razón, como se sabe, engendra los posteriores vacíos cualitativos. ¿No fue acaso la isla, en sus años decimonónicos, promisoria en la emisión de relatos testimoniales?, y recordemos tan solo el Diario de Campaña de José Martí, como corroboración de lo anterior. ¿Por qué entonces lo tardío de su (re)aparición a nivel discursivo?
Al parecer el bautismo a título de género, trajo la pauta a seguir y con ello el consiguiente monitoreo institucional (mejor decir: focalización burocrático-administrativa) de los llamados modelos de inferencia, ¿y qué decir de los de aprehensión? Indiscutiblemente el premio de testimonio Casa de las Américas, al igual que muchos otros con menor fortuna en la continuidad (el «26 de Julio del MINFAR» entre ellos) nació viciado, abúlico y rectorado desde arriba, y si a ello se le suma la incidencia oscurantista respirada en los años grises, entonces es indiscutible que estamos ante un género literario que (re)nace con malformaciones congénitas, e incapaz, por tanto, de dar anuencia a los llamados sucesos otros, y cuyo nivel operacional lo hace proclive a la ausencia de referentes ideotemáticos no seducidos por la ideología. No lo niego, fueron necesarios (estéticamente, de que otro modo si no) los milicianos que defendían la ínsula indistinta en el cosmos (sin conocer a Lezama acaso), pero la carga de significado de la realidad no hablada (aunque conocida) se estaba quedando sin posibilidades de alegato, aunque la realidad en su variante semántico-filosófica de credibilidad, como bien apuntara Emilio Ichikawa, «no dependa solo de un grupo de intelectuales escuderos, sino de un contexto de poder mucho (muchísimo) más complicado». La vieja disputa arancelaria entre el bien y el mal se tornó hegemónica con relación al argumento, oportunista y autoritaria con el menor vestigio de otredad conceptual, aunque los siempre contrapuestos (y maltratados) conceptos del bien y el mal añoraran una relativización del estatus, o como en el verso de la Pizarnik estuvieran sujetos al disfraz que se generaba en las afueras del arte. Y el estatuto de personajes como Yenín (reina egipcia en una traslación de significado al subsuelo habanero de los años 90 y protagónico del libro Cleopatra…) debería esperar, en una especie de anabiosis perfecta, lo mismo que otros hijos pródigos de la Revolución (inadaptados, desplazados, etc.) a que el estigma guevariano de la no autenticidad revolucionaria (pecado original) se disolviera tras el desplome, allende el mar, de lo que se tenía por sagrado o sempiterno (socialismo real) de este lado del mundo.
El mayor desafío a asumir por el testimonio, desasido de los grandes asuntos, de las formulaciones ideologizantes introducidas al discurso de la capa y la espada socialista, es la validez o no de recursos que la ficción se agenció a título casi de propiedad. ¿Es lícito novelar mientras se suscribe o transcribe un hecho supuestamente veraz?, ¿excomulgable acaso es el punto de vista verosímil? Puede que para la crítica más conservadora, nacida de los arremolinamientos y ceremonias expiatorias que marcaron la vida cultural del país en los 70, no sea sinónimo de coherencia lo que postula el nuevo espécimen literario, eso para no caer en manidos peyorativos, pero como bien dice Baquero: al otro extremo de la cuerda tiene que estar Dios.
Si en los enfoques pretéritos se apostaba por el simbolismo de la ética escritural, en etapas ulteriores un nuevo desafío epistemológico comenzó a residir en la dicotomía aglutinamiento/alejamiento, sugerida por el postulado de los postulados: dentro de la Revolución todo, contra de la Revolución nada. Al respecto apuntaba V. Fowler: «El problema lógico aquí es que un sujeto abstracto y trascendental no puede realizar ninguna operación discursiva sino que necesita encarnar y ser traducido en individualidades concretas». Y Cleopatra, en su condición de otro evidente y doloroso, no debe ser visto como antagónico de imaginarios y estamentos directrices de la vida cultural de la nación, ni simplificarse sus posibles niveles de lectura colocando el testimonio de un lado u otro de la raya. Cleopatra (o Yenín) es el discurso de lo subrepticio en un momento donde la retórica institucional prevalece, y todo lo demás atraviesa por un síndrome de equilibrista.
Si el Caso Sandra fue en su momento esclarecedor, iniciador tal vez, la focalización posterior del fenómeno del jineterismo como referente, no fue todo lo sagaz que se necesitaba. Comenzaron a fraguarse (y ramificarse) en la no-realidad, ficción si se quiere, los sujetos portadores del fenómeno. El boom de los novísimos narradores en los 90 contribuyó, no a la entronización definitiva pero sí al acercamiento en forma de tanteo, de jerigonza quizás. El más viejo de los oficios necesitaba escindirse de la ambigüedad de narradores y narratarios, de lo que por estar concentrado en superficie, actos lúdicos y coqueteos con lo que pudiera ser lo más autentico a nivel sociológico y discursivo del asunto (modus operandi de una prostituta, demarcado por lo peculiar- insular-ficticio), impedía posible nexos con el sujeto llamado a ser  portador de la recepción. El sexo rentado necesitaba ir en pos del cazador de testigos (o viceversa). Las condiciones sociales que posibilitarían el hallazgo de la vida misma al trasmutar en creación literaria (no en conjunto de verdades dominantes sino en el simple hecho creativo) esperaban la entrada en escena de un recopilador de información, desprejuiciado para algunos, incómodo para otros. La crisis, ese término para nada abstracto, nos obligó a los más duros exorcismos (incluso a los exorcismos escriturales), al tránsito de un desgarramiento encerrado, y muchas veces reprimido, a otro, digamos más explícito, que no estaba en el arte que se gestaba fuera del arte, o en el arte contaminado por intensiones ajenas al arte. De ese ir poniendo puntos sobre íes nació la proyectiva del testimonio de los pequeños grandes asuntos, esos que nunca lograron entablar noviazgo con la ideología y su visión de lo utilitario antepuesta a  lo culturalmente necesario. De esos demonios que te hacen decir ciertas cosas nació Cleopatra la reina de la noche, acaso para apostar por la buena salud del género.

II

La estratificación del realismo guiado (no importa si desde los derroteros del naciente aparato coercitivo/cultural de la isla, o del sobredimensionado y falaz Moscú de los años idílicos) trajo resultados desastrosos en cuanto a cánones literarios, y artísticos en sentido general. Una semiología encaminada a la distorsión y/o manipulación del quehacer escritural, léase: conservadurismo intermedio (me inclino más por la idea de un filtro ético-estético, o de un amurallamiento como en el texto poético del mejor Guillén) fue pensada, estructurada y articulada en aras de un excluyente beneficio cultural, donde el contexto trazaba las coordenadas del texto, nunca a la inversa, y la Historia en su nuevo papel de demiurgo accidental, gravitaba sobre el individuo hasta dejarlo exhausto, en el mejor de los casos. La Historia, pasada por las indemnizaciones de la normativa socialista, necesitaba separarse de individualidades y alteridades, en última instancia decir adiós al yo introspectivo, purificando mediante una Estigia masificadora y catártica (movilizaciones, desfiles, marchas combativas, etc.) diversos grados de autonomía individual respecto a la cultura, la política o el poder.
De todos esos tutelajes se nutrió el punto de vista reductor y la marginación que caracterizó a la etapa oscurantista. Nadie me diga que a través de todo aquel folklor de purgas y aquelarres contra lo más valioso de nuestras letras (en realidad contra los hacedores de letras, que sí son individualidades precisas) se salvaba al país, como en el más esotérico sacrificio maya a sus deidades, de algún peligro potencial.
Los mecanismos, perfectamente lubricados ya, agregaron otra página de duros renglones exílicos a las ya agenciadas por Heredia, Martí, Mañach, Baquero, Padilla o Cabrera Infante por solo citar algunos. Y aún hoy, en medio del obligatorio y necesario período de impasse devenido en relativa apertura, los textos de Amador Hernández Hernández Yo también… y Cleopatra… (Colección «Ulán» el primero, y «Margen Apasionado» el segundo) sufren sospechosas mutilaciones y/o imperdonables omisiones antes de ser recibidos por el lector en su condición de destinatario fortuito, casi siempre o siempre a espaldas del autor, y sin que hasta el momento ninguna persona, ya sea editor o funcionario de la editorial (Capiro, valga la redundancia) se digne a explicar, aún medianamente, lo sucedido. Me gustaría apostar, de veras que sí, por algún ingenuo equívoco y no por el trasnochado reaparecer de la tristemente célebre «Parametración», ese Aliens difícil de resucitar en nuestros días.
Y aún no cerrado el expediente Amador, no veo inconvenientes en focalizar el fantasma orwelliano del ente supervisor, que se mueve a sus anchas por la planta alta de la biblioteca provincial José Martí, y me explico: los lectores explícitos de Yo también maldije a Dios, que son innumerables, cosa que ningún otro autor publicado bajo el mismo sello editorial ha logrado hasta el momento, notaron, alarmados algunos, indignados otros (el que esto redacta entre los últimos) la aparición de un, llamémosle extraño prologuillo rubricado por Emilio C. Pared, miembro del jurado que le otorgara al texto antes referido, y en hora buena, el premio Fundación de la Ciudad, 2002. Y digo extraño porque a estas alturas, después de tantos y fervientes cambios de parecer, con el visto bueno de la desideologización como es lógico, un a modo de introducción como el que suscribe Pared, más que una rareza bibliográfica es casi un hallazgo de índole arqueológico, cuando no gerontocéntrico. No pienso citar aquí las extemporáneas digresiones en las que se pierde su esfuerzo, en apariencia catalizador. Su parecerse a la verdad, apenas decirlo, desentona con las más avanzadas corrientes de pensamiento sociocultural. Y esa avanzada no está ocurriendo en el Madrid de «Encuentro de la Cultura Cubana», ni está sustentada, como tesis, por Foucault, Derrida o Habermas, sino por publicaciones nacionales de reconocido prestigio. Me permito citar a modo de ejemplo, a las siempre bien recibidas Umbral y Temas (la primera financiada por el Centro Provincial del libro y la Literatura en Villa Clara, la segunda por el Fondo para el Desarrollo de la Cultura y la Educación). La verdad, esa complejidad semántico-filosófica como ya dije, subjetiva por demás y transgresora siempre, puede prescindir perfectamente del atisbo introductorio ratificado por Pared, y que Lyotard con su habitual suspicacia intelectiva definiría como «la barrera del sistema de creencias individuo/comunidad ante una posible amenaza gnoseológica proveniente de la verdad». Más claro ni Foucault al dictaminar que «una historia política de la verdad, debería dar vuelta mostrando que la verdad no es libre, ni ciervo el error, sino que su producción está entera atravesada por relaciones de poder», etc.
Yo también… defiende presupuestos otros, y lo hace tan limpiamente que no necesita ser validado por aclaratorios de Big Brother sacado de contexto, que más que nada recuerdan, con escalofrío y no poca tristeza la época de los edictos y bandos del Ministerio de Cultura (no publicados pero difundidos, radio bemba mediante) que precedieron a la inhibición del panorama editorial cubano (censura si se prefieren claros venablos definitorios), a raíz de la aparición de los polémicos (y necesarios) textos: Fuera del juego y Los siete contra Tebas, aún hoy desconocidos por la inmensa mayoría de los lectores cubanos. Afortunadamente, como bien aduce Guillermo Rodríguez Rivera, «el primer Congreso de Educación y Cultura, fue el primero y el único a celebrarse», pero eso es otra historia. Los lectores explícitos de Yo también maldije a Dios pueden, en última instancia, saltar el paleontológico prólogo (insisto en llamarle prologuillo) e inmiscuirse, de lleno, en la desgarradora pero fascinante vida, es decir, no-vida de Lino Hernández, personaje predeterminado a rumiar anexos del soterramiento sociopolítico más agreste.

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