Al otro extremo de la
cuerda
tiene que estar Dios…
Gastón Baquero
I
En medio de una simbiosis de creación y
(auto)destrucción, y renegando de todos los nirvanas y formalismos rituales
(incluidos los ideológicos), Alejandra Pizarnik escribió (sentenció más bien):
«Los demonios te llevan a decir que has vivido demasiado tiempo encerrado en
una máscara de oro». Amén de extrapolaciones, nota sacadas de contexto y
posibles destinatarios a nivel extradiscursivo, me permito el uso de una lógica
otra respecto a lo que postula el sujeto lírico de la Pizarnik: la literatura
(insular) que se suscribe a un cuerpo anecdótico con visos de enunciado
supuestamente real (testimonio genéricamente hablando: no es aún el momento de
lanzar anatemas sobre la veracidad y/o lo verosímil) ha sabido hacer de la
máscara una poltrona, casi un travelling. Podría decirse que el testimonio ha
sido la doncella encerrada en la torre, hasta tanto la ideología
antiintelectual de la disolución del sujeto creador individual (esa que reduce al autor a la ínfima categoría
de trasmisor e ilustrador de una ideología generada por otro fuera del arte) no
cedió su puesto en el rescate a la, digamos coherencia de un testimoniante otro
(testigo), descreído explícito de la épica, y de la utilería que circunda a los
héroes encartonados[1].
En el caso de Cleopatra, la reina de
la noche (Santa Clara, Ediciones Capiro, 2005) la praxis del
testimoniante-testigo-narrador, cómodo en su posición de yo atravesado por relaciones de poder, e inhibido como sujeto
emisor de un referente, se subvierte
para dar paso a la indagación desde ángulos de soterramiento, como en la mejor
pieza del llamado «realismo sucio».
Desde su anterior texto Yo también
maldije a Dios, Amador Hernández Hernández nos propone un tratamiento
desacralizante de realidades y temáticas escasamente amables, atrapadas en una
doble trampa de sordina y elipsis, tendida por la política cultural de la
nación, endeudada en algún momento con el, digamos onanismo ético-estético de
la creación socialista (realismo), que elevaba a la categoría de metarelatos la
grandes hazañas colectivas y casi dejaba proscrito y maltrecho, flotando en la
nulidad al solitario e intrascendente hombre que volcaba la idea de la
«responsabilidad histórica» proclamada por Sartre, encima de una mustia ración
de alimentos gubernamentales.
Sino loable al menos meritorio, es
la inclusión del testimonio como género en la fisonomía de algunos certámenes
literarios del país en los 1970s. Pero cuidado: inclusión es únicamente sinónimo
de estatus legal, no de santificación a nivel de praxis. La Casa de las
Américas, el más viejo aparato cultural del proceso de la revolución, y a la vez el más
notable en cuanto a imagología (la tesis del hacedor de imágenes, sustentada
por M. Kundera nunca ha sido más oportuna) al formular la permisibilidad
genérica respecto a su convocatoria anual, solo estaba dando los pasos
necesarios para crear el corpus
normativo, o lo que es su análogo: el
sentido absolutamente vertical del ordenamiento. El Jesús Díaz más distante
de la aseveraciones dogmáticas (si lo identifico con semejante categoría, es
solo para enmarcarlo en la toma de posiciones, digamos estéticas, que lo
escinden por completo de su anterior participación en la llamada cuentística de la violencia revolucionaria)
dictaminaría, sin medias tintas, la existencia de mecanismos aún por aceitar. Pero el criterio del Díaz de la ruptura
podría servir, si acaso, para allanarle el camino al Después, que en dicha manifestación genérica equivale a un coto de operatividad,
más que a una entrada con bombo y platillo al panorama sociocultural de la
isla. Mientras, el Antes de la praxis
testimonial, con sus muchos sujetos portadores de enunciados veraces y
verosímiles, re-creados a veces, dormitaba tranquilamente. Y el sueño de la
razón, como se sabe, engendra los posteriores vacíos cualitativos. ¿No fue
acaso la isla, en sus años decimonónicos, promisoria en la emisión de relatos
testimoniales?, y recordemos tan solo el Diario de Campaña de José Martí, como corroboración de lo anterior. ¿Por qué
entonces lo tardío de su (re)aparición a nivel discursivo?
Al parecer el bautismo a título de
género, trajo la pauta a seguir y con ello el consiguiente monitoreo
institucional (mejor decir: focalización burocrático-administrativa) de los
llamados modelos de inferencia, ¿y qué decir de los de aprehensión? Indiscutiblemente
el premio de testimonio Casa de las Américas, al igual que muchos otros con
menor fortuna en la continuidad (el «26 de Julio del MINFAR» entre ellos) nació
viciado, abúlico y rectorado desde arriba, y si a ello se le suma la incidencia
oscurantista respirada en los años grises, entonces es indiscutible que estamos
ante un género literario que (re)nace con malformaciones congénitas, e incapaz,
por tanto, de dar anuencia a los llamados sucesos otros, y cuyo nivel operacional lo hace proclive a la ausencia de
referentes ideotemáticos no seducidos por la ideología. No lo niego, fueron
necesarios (estéticamente, de que otro modo si no) los milicianos que defendían
la ínsula indistinta en el cosmos (sin conocer a Lezama acaso), pero la carga
de significado de la realidad no hablada (aunque conocida) se estaba quedando
sin posibilidades de alegato, aunque la realidad en su variante
semántico-filosófica de credibilidad, como bien apuntara Emilio Ichikawa, «no
dependa solo de un grupo de intelectuales escuderos, sino de un contexto de
poder mucho (muchísimo) más complicado». La vieja disputa arancelaria entre el
bien y el mal se tornó hegemónica con relación al argumento, oportunista y
autoritaria con el menor vestigio de otredad conceptual, aunque los siempre
contrapuestos (y maltratados) conceptos del bien y el mal añoraran una
relativización del estatus, o como en el verso de la Pizarnik estuvieran
sujetos al disfraz que se generaba en las afueras del arte. Y el estatuto de
personajes como Yenín (reina egipcia en una traslación de significado al
subsuelo habanero de los años 90 y protagónico del libro Cleopatra…) debería esperar, en una especie de anabiosis perfecta,
lo mismo que otros hijos pródigos de la Revolución (inadaptados, desplazados, etc.)
a que el estigma guevariano de la no autenticidad revolucionaria (pecado
original) se disolviera tras el desplome, allende el mar, de lo que se tenía
por sagrado o sempiterno (socialismo real) de este lado del mundo.
El mayor desafío a asumir por el
testimonio, desasido de los grandes asuntos, de las formulaciones
ideologizantes introducidas al discurso de la capa y la espada socialista, es
la validez o no de recursos que la ficción se agenció a título casi de
propiedad. ¿Es lícito novelar mientras se suscribe o transcribe un hecho
supuestamente veraz?, ¿excomulgable acaso es el punto de vista verosímil? Puede
que para la crítica más conservadora, nacida de los arremolinamientos y
ceremonias expiatorias que marcaron la vida cultural del país en los 70, no sea
sinónimo de coherencia lo que postula el nuevo espécimen literario, eso para no
caer en manidos peyorativos, pero como bien dice Baquero: al otro extremo de la cuerda tiene que estar Dios.
Si en los enfoques pretéritos se
apostaba por el simbolismo de la ética escritural, en etapas ulteriores un
nuevo desafío epistemológico comenzó a residir en la dicotomía
aglutinamiento/alejamiento, sugerida por el postulado de los postulados: dentro de la Revolución todo, contra de la
Revolución nada. Al respecto apuntaba V. Fowler: «El problema lógico aquí
es que un sujeto abstracto y trascendental no puede realizar ninguna operación
discursiva sino que necesita encarnar y ser traducido en individualidades
concretas». Y Cleopatra, en su condición de otro
evidente y doloroso, no debe ser visto como antagónico de imaginarios y
estamentos directrices de la vida cultural de la nación, ni simplificarse sus
posibles niveles de lectura colocando el testimonio de un lado u otro de la
raya. Cleopatra (o Yenín) es el discurso de lo subrepticio en un momento donde
la retórica institucional prevalece, y todo
lo demás atraviesa por un síndrome de equilibrista.
Si el Caso Sandra fue en su momento
esclarecedor, iniciador tal vez, la focalización posterior del fenómeno del
jineterismo como referente, no fue todo lo sagaz que se necesitaba. Comenzaron
a fraguarse (y ramificarse) en la no-realidad, ficción si se quiere, los
sujetos portadores del fenómeno. El boom
de los novísimos narradores en los 90 contribuyó, no a la entronización
definitiva pero sí al acercamiento en forma de tanteo, de jerigonza quizás. El
más viejo de los oficios necesitaba escindirse de la ambigüedad de narradores y
narratarios, de lo que por estar concentrado en superficie, actos lúdicos y
coqueteos con lo que pudiera ser lo más autentico a nivel sociológico y
discursivo del asunto (modus operandi de una prostituta, demarcado por lo
peculiar- insular-ficticio), impedía posible nexos con el sujeto llamado a ser portador de la recepción. El sexo rentado
necesitaba ir en pos del cazador de testigos (o viceversa). Las condiciones
sociales que posibilitarían el hallazgo de la vida misma al trasmutar en
creación literaria (no en conjunto de verdades dominantes sino en el simple
hecho creativo) esperaban la entrada en escena de un recopilador de
información, desprejuiciado para algunos, incómodo para otros. La crisis, ese
término para nada abstracto, nos obligó a los más duros exorcismos (incluso a
los exorcismos escriturales), al tránsito de un desgarramiento encerrado, y
muchas veces reprimido, a otro, digamos más explícito, que no estaba en el arte
que se gestaba fuera del arte, o en el arte contaminado por intensiones ajenas
al arte. De ese ir poniendo puntos sobre íes nació la proyectiva del testimonio
de los pequeños grandes asuntos, esos que nunca lograron entablar noviazgo con
la ideología y su visión de lo utilitario antepuesta a lo culturalmente necesario. De esos demonios
que te hacen decir ciertas cosas nació Cleopatra
la reina de la noche, acaso para apostar por la buena salud del género.
II
La estratificación del realismo guiado (no
importa si desde los derroteros del naciente aparato coercitivo/cultural de la
isla, o del sobredimensionado y falaz Moscú de los años idílicos) trajo
resultados desastrosos en cuanto a cánones literarios, y artísticos en sentido
general. Una semiología encaminada a la distorsión y/o manipulación del
quehacer escritural, léase: conservadurismo intermedio (me inclino más por la
idea de un filtro ético-estético, o de un amurallamiento como en el texto poético
del mejor Guillén) fue pensada, estructurada y articulada en aras de un
excluyente beneficio cultural, donde el contexto trazaba las coordenadas del texto,
nunca a la inversa, y la Historia en su nuevo papel de demiurgo accidental,
gravitaba sobre el individuo hasta dejarlo exhausto, en el mejor de los casos.
La Historia, pasada por las indemnizaciones de la normativa socialista,
necesitaba separarse de individualidades y alteridades, en última instancia
decir adiós al yo introspectivo, purificando mediante una Estigia masificadora
y catártica (movilizaciones, desfiles, marchas combativas, etc.) diversos grados
de autonomía individual respecto a la cultura, la política o el poder.
De todos esos tutelajes se nutrió el
punto de vista reductor y la marginación que caracterizó a la etapa
oscurantista. Nadie me diga que a través de todo aquel folklor de purgas y
aquelarres contra lo más valioso de nuestras letras (en realidad contra los
hacedores de letras, que sí son individualidades precisas) se salvaba al país,
como en el más esotérico sacrificio maya a sus deidades, de algún peligro
potencial.
Los mecanismos, perfectamente
lubricados ya, agregaron otra página de duros renglones exílicos a las ya
agenciadas por Heredia, Martí, Mañach, Baquero, Padilla o Cabrera Infante por
solo citar algunos. Y aún hoy, en medio del obligatorio y necesario período de impasse devenido en relativa apertura,
los textos de Amador Hernández Hernández Yo también… y Cleopatra… (Colección
«Ulán» el primero, y «Margen Apasionado» el segundo) sufren sospechosas
mutilaciones y/o imperdonables omisiones antes de ser recibidos por el lector
en su condición de destinatario fortuito, casi siempre o siempre a espaldas del
autor, y sin que hasta el momento ninguna persona, ya sea editor o funcionario
de la editorial (Capiro, valga la redundancia) se digne a explicar, aún
medianamente, lo sucedido. Me gustaría apostar, de veras que sí, por algún
ingenuo equívoco y no por el trasnochado reaparecer de la tristemente célebre
«Parametración», ese Aliens difícil
de resucitar en nuestros días.
Y aún no cerrado el expediente Amador, no veo inconvenientes
en focalizar el fantasma orwelliano del ente supervisor, que se mueve a sus
anchas por la planta alta de la biblioteca provincial José Martí, y me explico:
los lectores explícitos de Yo también maldije
a Dios, que son innumerables, cosa que ningún otro autor publicado bajo el
mismo sello editorial ha logrado hasta el momento, notaron, alarmados algunos,
indignados otros (el que esto redacta entre los últimos) la aparición de un,
llamémosle extraño prologuillo
rubricado por Emilio C. Pared, miembro del jurado que le otorgara al texto
antes referido, y en hora buena, el premio Fundación de la Ciudad, 2002. Y digo
extraño porque a estas alturas, después de tantos y fervientes cambios de
parecer, con el visto bueno de la desideologización como es lógico, un a modo de introducción como el que
suscribe Pared, más que una rareza bibliográfica es casi un hallazgo de índole
arqueológico, cuando no gerontocéntrico. No pienso citar aquí las extemporáneas
digresiones en las que se pierde su esfuerzo, en apariencia catalizador. Su parecerse a la verdad, apenas decirlo,
desentona con las más avanzadas corrientes de pensamiento sociocultural. Y esa avanzada no está ocurriendo en el Madrid
de «Encuentro de la Cultura Cubana», ni está sustentada, como tesis, por Foucault,
Derrida o Habermas, sino por publicaciones nacionales de reconocido prestigio.
Me permito citar a modo de ejemplo, a las siempre bien recibidas Umbral y Temas (la primera financiada por el Centro Provincial del libro y
la Literatura en Villa Clara, la segunda por el Fondo para el Desarrollo de la
Cultura y la Educación). La verdad, esa complejidad semántico-filosófica como
ya dije, subjetiva por demás y transgresora siempre, puede prescindir
perfectamente del atisbo introductorio ratificado por Pared, y que Lyotard con
su habitual suspicacia intelectiva definiría como «la barrera del sistema de
creencias individuo/comunidad ante una posible amenaza gnoseológica proveniente
de la verdad». Más claro ni Foucault al dictaminar que «una historia política
de la verdad, debería dar vuelta mostrando que la verdad no es libre, ni ciervo
el error, sino que su producción está entera atravesada por relaciones de
poder», etc.
Yo también…
defiende presupuestos otros, y lo hace tan limpiamente que no necesita ser
validado por aclaratorios de Big Brother
sacado de contexto, que más que nada recuerdan, con escalofrío y no poca
tristeza la época de los edictos y bandos del Ministerio de Cultura (no
publicados pero difundidos, radio bemba mediante) que precedieron a la
inhibición del panorama editorial cubano (censura si se prefieren claros
venablos definitorios), a raíz de la aparición de los polémicos (y necesarios)
textos: Fuera del juego y Los siete contra Tebas, aún hoy
desconocidos por la inmensa mayoría de los lectores cubanos. Afortunadamente,
como bien aduce Guillermo Rodríguez Rivera, «el primer Congreso de Educación y
Cultura, fue el primero y el único a celebrarse», pero eso es otra historia. Los lectores explícitos de Yo también maldije a Dios pueden, en
última instancia, saltar el paleontológico prólogo (insisto en llamarle
prologuillo) e inmiscuirse, de lleno, en la desgarradora pero fascinante vida,
es decir, no-vida de Lino Hernández, personaje predeterminado a rumiar anexos
del soterramiento sociopolítico más agreste.
[1] Ver: Desiderio
Navarro. "Lectura de un testimonio. Testimonio de una lectura". La Gaceta de Cuba 1 (2003): np
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Más de José LUIS SANTOS EN GRAFOSCOPIO:
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