Todos los que me querían y estuvieron jodiendo
hasta el último momento se han
ido ya.
I
Baruj Salinas: Landscape III, 1996. |
Deudor de su prontuario (reparando por supuesto en
vecindades de recursos: extrapolaciones en apariencia accidentales, locus
elocutionis, ansias de formular como envés poético e ideal las denotaciones y
connotaciones de la migración forzosa entendida como éxodo) será José María Heredia, nuestro paradigma romántico. Tanto el uno como el otro, se encargaran
de verificar (y replantear) a sus naciones desde el factor lejanía (o la
lejanización como Topos), y al mismo tiempo de contestar el responso en el que
se les ubica por motivo de exclusión política. Similares procedimientos
morfológicos, búsqueda se símbolos cuya apoyatura provenga esencialmente de la
naturaleza devenida en cúmulo de hostilidad, darán testimonio del infortunio
exilar. Puede el lector, si así lo estima, movilizar su caudal enunciativo en
torno a figuras o ideas afines: martirologio o suplicio por ejemplo. En el caso
de los poetas aquí nombrados, el abandono del terruño pudiera interpretarse
como la traslación de significados del vía crucis cristiano: “(…) en la mayor
furia de la borrasca me pasaba horas enteras sentado en la popa mirando el mar
enfurecido (…) Los vientos contrarios
(…) nos han hecho detener en este fondeadero (…) Bajé a tierra y vi con horror
lo que es invierno. Un río estaba ya helado (…) Ni una hierba pudo consolar la
vista de esta aridez espantosa. No se ve ni un hombre, ni un insecto”, alegará
Heredia precedido por los exorcismos epistolares de Ovidio, que se proclama: “(…)
solo en las playas desiertas (…) de un sitio que no puede ser amado y que es
más triste que cualquier otro lugar del mundo”[2]. Pero el principal de nuestros románticos
decimonónicos, lo mismo que el poeta que inaugura en la antigüedad clásica el
imaginario de lo que los teóricos actuales denominan extraterritorialidad,
pondrá de manifiesto una cierta postura antinómica (o tal vez taxativa) con respecto a la benigna
hermenéutica de Plutarco. Recuérdese que “Exilio” , su obra quizás suprema
(convendría aquí por razones etimológicas, entrelazar lo genésico de la misma con
el prefijo latino Ex “fuera”, “más allá”
o “desde”), aboga por cierto cosmopolitismo de tipo ecuménico, idílico,
exento de la preceptiva cáustica de los anteriores: “los límites del Universo,
patria común del género humano son los mismos para todos (…) y nadie dentro de
ellos es un desterrado, ni un extranjero, ni un forastero: donde hay el mismo
fuego, aire, agua: (…) el sol, la luna, el lucero del alba”[3].
Se trata, podríamos decir, de una suerte de
dandismo que se metamorfosea en visiones ideo-estéticas complacientes: de la
Roma de las comandancias de los procesos creativos se mantendrá al margen, no
formará parte de sus cantos, por lo menos no de manera apriorística, el
contestar los excesos de autoridad de lo
cesares. Con atisbos menos dadivosos, enfáticos en el traspaso de lo límites
semánticos, su metáfora del vínculo planetario será (re)articulada por el
disenso martiano, con plena conciencia de la dicotomía judeo-cristiana luz/tiniebla:
“Dos patrias tengo yo/ Cuba y la noche”[4].
II
Ya se conoce hoy que nuestro
imaginario poético, preámbulo y aserto mayor en los caóticos rumbos de lo
nacional-peculiar, es el resultado genésico de una introspección en la realidad natural,
adulterada por el influjo del clasicismo y una interrelación no desprovista de
vacuidad con los asideros greco-latinos, formato mitológico del humanismo
versificante que, expresa Vitier, es resuelto por Silvestre de Balboa
(descartando fraudulencias literarias que difícilmente este siglo solaparía) de
un modo primario y pueril por la simple yuxtaposición de los elementos (…) o el
desenfadado aparejamiento de palabras como Sátiros, Faunos, Silvanos,
Centauros, Amadríades, y Náyades, con guanábanas, caimitos, mameyes, aguacates,
pitajayas, virijí, jaragua, viajacas et al; dando pie con ello a la apresurada
teoría de que un rango elemental de lo cubano se esconde en germen (las
pretensiones heurísticas del estudioso desdeñan en su centralidad que el mismo
par – soporte clásico/elementos sacralizados por la formación y sedimentación
de los sustratos culturales que intervienen en el proceso de formación de la
nacionalidad – encuentran acogida en Virgilio Piñera y sus interrogantes del
síndrome insular: el replanteo de la Orestíada alcanza quizás su cúspide magnificente en
el uso de la figuración gallo viejo, sinónimo de lo extemporáneo, lo
conceptualmente arcaico y, por consiguiente, de todo lo que conlleve reemplazo,
la epistemología incluida. Regresa, como se observa, el apego casi canónico por
lo zoomórfico)[5].
Decíamos que las letras endógenas de inicio, dados
los flujos y reflujos de presencias culturales externas ya constatadas,
anclaron métricas y sistemas estróficos en el a priori paisajístico. La
dualidad flora/fauna, con inevitables giros hacia la simbiosis y el acomodo en
lo exótico, evolucionará hacia tropismos más elevados, más consecuentes con la
cubanía que se intenta expresar. Pero antes habrá de transcurrir un largo
impasse caracterizado por el tanteo y las aproximaciones imitativas, como se ha
venido reflejando. Apergaminadas visiones historiográficas todavía latentes, se
aprestan a legitimar, a través de la erotización de una fruta del trópico,
elementos de una cubanidad forzada, apenas embrionaria: “Zequeira escribe (…)
una apoteosis mitológica de la piña, erigiendo a la fruta barroca y deliciosa
en símbolo de la isla”[6]. Ya antes, y de modo contradictorio, el
mismo pensador alude a un “poeta insular, apoyada necesariamente en las
actitudes y orientaciones que le suministra la Metrópolis”. Pero intentar el
trazado de una genealogía autoral que cifró sus expectativas estéticas en el
componente natural, remite, sin dilaciones de estudio, a una tradición cuyo
corpus halló alimento referencial en la lógica de los llamados Diarios de
navegación y demás aparatos léxico-valorativos propios de los colonizadores.
Tal vez el más notorio (y enigmático) de estos diarios corresponda al que
suscribe el Almirante genovés que, en el empeño de historiar fictivamente la
nación y sus frustraciones, será reconstruida por Alejo Carpentier en El arpa y la sombra. De sus apuntes, muchas veces
sustentados por hipérboles, costeables solo desde el punto de vista
semiológico, obtuvimos, tierra fértil para la sospecha, las depuraciones del
sacerdote Bartolomé de Las Casas, devenido en exégeta exclusivo del texto. No
obstante sobreabundan los: “Dice (el Almirante) que encontró árboles y frutas
de muy maravilloso sabor (…) Aves y pajaritos y el cantar de los grillos en
toda la noche, con que se holgaban todos: los aires (…) dulces de toda la
noche, ni frío ni caliente”. Y no vamos a citar, teniendo en cuenta su atasco
en nuestras punzantes desmitificaciones populares, e incluso en lo apócrifo
posible, el trillado renglón Esta es la tierra más hermosa que ojos[7].
Para que esa lírica que se manifiesta solo en esbozos,
jerigonzas de flirteo hombre/natura e ingenuos tantalismos, quiebre el tránsito
de la imago por el clisé, tendrá que emerger de los sinsabores de la
expatriación José María Heredia, dotando a la mirada exilar cubana, hasta
entonces una elucubración, una circunstancia ausente del bautismo sígnico, de
estrategias literarias tan sutiles como inaugurales. Es curioso que pese a la
densa atmósfera inter-cultural, y al hecho mismo de sentirse usufructuario de
las normativas románticas de la Belle Epoque, el poeta logre elucidar una muy
significativa auto-referencialidad y sobresalir, sujeto sociocultural militante,
a los estrechos marcos de una poética, atrapada, al amparo de las definiciones
lezamianas, en la llaneza placentaria. El referido vuelco se suscitará por
medio del a posteriori paisajístico: relectura e intuición transgresora de lo
primigenio-natural. Nótese que el destierro, explicitado bajo formas que
homologan como himnario su presupuesto textual, busca una vecindad semántica
poco menos que quemante con términos cuyas acepciones indican el nexo entre el
sujeto de sus vindicaciones (acaso él mismo, transfigurado en la
personificación poemática del individuo-isla, de la patria que asciende al
tributo en lo portable o lo movedizo íntimo) y la naturaleza no ya idílica como
antes, sino conflictual. Destierre, por ejemplo, indica, Gran Enciclopedia Grijalbo mediante, “la acción de separar la tierra de los minerales”. En ese
mismo sentido se halla Desarraigar: “Arrancar una planta con su raíz. Extirpar
o anular un sentimiento o tendencia”. Incluso, Desterronar: “Romper los
terrones: desterronar la tierra”. Estimo que Heredia pudo enunciar
perfectamente "Himno del exiliado" y sin embargo eligió las semblanzas
otras y los afectos truncos que, a mi entender redime por la anuencia de una
metáfora cuasi geológica, inusual referente hasta la fecha, aunque se considere
por algunos como propia (en realidad típica) del pathos romántico, asunto en el
que no deseo profundizar.
En sus exaltaciones poco o nada halagüeñas del
“físico mundo”, peligrará toda la usanza que le precede, cuando en la oda al "Niágara", la palma, árbol que ontologiza lo endémico frente a los discursos
eurocéntricos que negarían al mundo precolombino cualquier asomo de beneficio
renacentista, se manifieste en plural como posible factor sinonímico en la
multiplicidad de las expatriaciones insulares. Hablo de una palma desprovista
de la tradición cosmética, es decir, resemantizada, ya que la placentera
búsqueda sensorial de la misma, no resuelta en el poema, trasmuta en
regurgitación, acíbar ovidiano que abrirá toda una gama de posibilidades
cognoscitivas a las futuras teorías diaspóricas.
Con Heredia damos comienzo al Eros de la lejanía,
otro de los sistemas conjetúrales predilectos de Lezama y la praxis caribeña
experimentará, a expensas del recelo hispánico, lo que he denominado la “desconstrucción
por apropiación”, consistente en el traspaso de significados que se realiza por
mediación de objetos o cualidades inherentes a estos, en virtud del simbolismo
que se desea inferir: la palma de las utopías separatistas ya no opera solo
como portento que dictamina el aderezo ornamental, ahora deviene en el
reemplazo contestatario del país perdido[8]. Implícita sexualidad postergada en la
herencia platónica de Martí, cuando les confiere un nuevo basamento lexical:
“novias que esperan”.
A riesgo de que se me tilde de incurrir en el tan
llevado y traído palimpsesto, citaré una vez más a Vitier: “La imagen de Cuba
independiente comienza a dibujarse (…) muy lejos de las luchas ideológicas y
los campos de batalla, en las solitarias y melancólicas evocaciones de un
poeta”[9]. Pudiera agregarse que algo análogo habrá
de ocurrir con los avatares del identitario, que muchas veces formulará en
acertijo y duplicidad lo que pudiera dar a entender como tesis, eficaz rizoma
para lidiar con el establishment y la censura de cada época. De cualquier modo
habitamos, no sabría decir si a título de vástago o de trashumante, una Cultura
que se manifestaría desaprensiva, incompleta, fallida como proyecto vindicativo
si segregara los referentes ideo-temáticos de la condición exílica, o no
actualizara sus discursos empáticos (incluso sus excursos). Abrirnos al
continuum, al margen de monótonas compartimentaciones que solo auguran un
adentro y un afuera (plasmado a la vieja usanza dicotómica) que recíprocamente
se mitologizan, ya sea a nivel de imaginario colectivo, a nivel sociopolítico o
en el modo particular de asumir la fragmentación por cada sujeto actoral no
pasivo, sea quizás el mayor de los dilemas cubanos a arrostrar actualmente. No
basta con que se afirme que “situar la problemática de la cultura en la lejanía
es el tropismo de nuestros tiempos”[10]. Desde el “con mi país de promisión no
acierto” hasta “La maldita circunstancia del agua por todas partes”, se viene
conformando un peculiar ethos, una suerte de polisemia en la que intervienen y
progresan los mayores desacatos en el orden discursivo. Nadie, aclaro, posee la
suficiente autoridad para abolir ese cosmos, o plantearle soslayos de
comisaría.
En esa relación barlovento/sotavento, que en las
afueras del lenguaje figurado y en una especie de paradoja, se alternan antinomia
y vinculo náutico entre la isla y su prolongación diaspórica (o viceversa), se
retoma lo que Lourdes Gil, evocando a Proust y Lezama, define como el “acto de
recuperación por medio de la palabra”, de ahí los insertos que cual leitmotiv
superan la rambla de las escisiones voluntarias o involuntarias en una cultura
forzada a magnificar el concepto Orillas[11]. Es en el interdicto y la vuelta a los
tópicos naturales donde se deshacen las mayores entropías, los estancos
neohegemónicos. “Azúcar”, el célebre apotegma musical que semantiza las
estampidas vocales de Celia Cruz, sugiere una proyección etno y
antropodiegética que resiste los desplazamientos y embates metropolitanos, una
glosa que restando centralidad a un pasado colonial infelizmente sacarócrata,
anexa un presente en el que el conocido derivado de la caña se continua
asociando con múltiples lecturas raciales del Otro. Será que “el dolor antiguo
se parece al dolor contemporáneo”, tal y como plantea Claudio Guillén, también
uno de los grandes hermeneutas del destierro. Azúcar es al mismo tiempo un modo
de incordiar, a partir de los resortes del choteo, los modelos del mainstream estadounidense desde la subalternidad y/o
la identidad musical afrocubana. Pero el término puede además relativizar
(endulzar si se quiere) un añejo y obsoleto litigio entre la isla y su vecino
colosal, a raíz precisamente de la supresión comercial del mítico terrón en el
país de los rascacielos y demás espectáculos megalopólicos, sublimados por
Baudrillard.
Otra variante de la fascinación por el referente exílico, sus epítomes y zonas jerárquicas, se nutrió, desde la perspectiva intrainsular, de la tónica de “la balsa”, importante fabulación que transitó la narrativa finisecular con la inusitada fuerza de sus otredades. Simplificado como “tópico del viaje” por algún canal crítico, el tema presupuestó piezas verdaderamente significativas, por no decir antológicas. En Última agonía de la garza de Jorge Ángel Hernández Pérez, se acude a la zoomorfización de un orden social que ha devenido en desorden y escenografía de la acritud[12]. Argonaúticos sujetos predeterminados a rumiar el caos epocal, léase sociopolítico, son catapultados en la misma dimensión mítico-simbólica de sus ancestros literarios los personajes de Robert Graves, “por lo que existe más allá del horizonte”, pero en este caso, tratándose de una obra menos tributaria de los legados, se subvierte y singulariza el mito “como un desasosiego alojado en le centro vital de la cubanía”[13]. Pieza que vislumbra un estertor, un agón de nuevo tipo a partir del título, corporiza la nacionalidad, sus descalabros e interpelaciones más enquistados desde las prerrogativas decimonónicas, pero en la endeble figura de un garza, ave que al descontextualizar los ámbitos naturales de su espacialidad, y en una cosmovisión no arcádica, sacraliza la embarcación homónima. Desde el punto de vista de la diégesis, la garza arropada en su simbolismo emplaza al vínculo terrestre, dando a sugerir el fin de la apoteosis del entorno y la entrada al laberinto de lo que se “desterritorializa”, sirviéndonos de la conocida metáfora de Deleuze y Gautari. Una sutil línea de cruce, a semejanza de Dreaming in Cuban y de La balsa perpetua, se produce cuando el narrador proclama: “Es un viaje perenne –se dijeron a un tiempo- después de cien años de trayecto”. Frases construidas sobre el enclave de bonanza de la imaginería popular sustituyen, con peculiar acento polifónico, la clásica búsqueda del vellocino por las búsquedas circunstanciales del éxodo posrevolucionario, no siempre calibrado con tino y justeza por el discurso dominante. En fin, cuento sui géneris aunque parciales muestrarios críticos y subsiguientes periodizaciones prefieran seguir conformando la ruta de los espacios en blanco de la tradición.
Otra variante de la fascinación por el referente exílico, sus epítomes y zonas jerárquicas, se nutrió, desde la perspectiva intrainsular, de la tónica de “la balsa”, importante fabulación que transitó la narrativa finisecular con la inusitada fuerza de sus otredades. Simplificado como “tópico del viaje” por algún canal crítico, el tema presupuestó piezas verdaderamente significativas, por no decir antológicas. En Última agonía de la garza de Jorge Ángel Hernández Pérez, se acude a la zoomorfización de un orden social que ha devenido en desorden y escenografía de la acritud[12]. Argonaúticos sujetos predeterminados a rumiar el caos epocal, léase sociopolítico, son catapultados en la misma dimensión mítico-simbólica de sus ancestros literarios los personajes de Robert Graves, “por lo que existe más allá del horizonte”, pero en este caso, tratándose de una obra menos tributaria de los legados, se subvierte y singulariza el mito “como un desasosiego alojado en le centro vital de la cubanía”[13]. Pieza que vislumbra un estertor, un agón de nuevo tipo a partir del título, corporiza la nacionalidad, sus descalabros e interpelaciones más enquistados desde las prerrogativas decimonónicas, pero en la endeble figura de un garza, ave que al descontextualizar los ámbitos naturales de su espacialidad, y en una cosmovisión no arcádica, sacraliza la embarcación homónima. Desde el punto de vista de la diégesis, la garza arropada en su simbolismo emplaza al vínculo terrestre, dando a sugerir el fin de la apoteosis del entorno y la entrada al laberinto de lo que se “desterritorializa”, sirviéndonos de la conocida metáfora de Deleuze y Gautari. Una sutil línea de cruce, a semejanza de Dreaming in Cuban y de La balsa perpetua, se produce cuando el narrador proclama: “Es un viaje perenne –se dijeron a un tiempo- después de cien años de trayecto”. Frases construidas sobre el enclave de bonanza de la imaginería popular sustituyen, con peculiar acento polifónico, la clásica búsqueda del vellocino por las búsquedas circunstanciales del éxodo posrevolucionario, no siempre calibrado con tino y justeza por el discurso dominante. En fin, cuento sui géneris aunque parciales muestrarios críticos y subsiguientes periodizaciones prefieran seguir conformando la ruta de los espacios en blanco de la tradición.
También una forma de estipular la fijeza de la
percepción extraterritorial, con apoyatura en el formato del no-viaje, esa
primaria añoranza casaliana de “ver otro cielo/otro horizonte, otro mar, /
otros pueblos, otras gentes/ de maneras diferentes de pensar” recobra herética
actualización, y permite discursar sobre la sociedad cubana actual desde una
mirada invasiva en el símil: “como ojos humanos inventándose paisajes/ jamás
vistos fuera de un sueño”, emitido por Arístides Vega Chapú[14]. Como se aprecia, (sobre)abundan los
ejemplos de una praxis artístico-literaria, tanto de factura endógena como
exógena (y repítase una vez más el plasmado a la vieja usanza dicotómica) que
deriva hacia la reminiscencia paisajística y sus graficaciones flora/fauna,
apremiadas por el tempo discursivo que les asiste por derecho propio, solo que
exenta de los fórceps lexicales de antaño. Lo que expresara Samuel Feijóo, cual
exégesis irrefutable: “Soy paisaje, /blanco rayo de nácar solitario”[15].
El siglo XXI representa, a manera de coda, el
fluctuar de narradores y sujetos líricos (sin excluir el amasijo de otras
fuentes culturales) que se le agenciaron para prescindir de sus antiguos
interlocutores: la Historia, el trasnochar de la épica o el vicio retórico del
triunfo en el atisbo oficial. He ahí nuestro más ríspido hado. O quien sabe si
el más tentador.
[1] Luisa Campuzano: "Tristes
tropicales: exilio y mitos clásicos en poetas cubanas de la diáspora". La Gaceta de Cuba. La Habana, No. 6 (2008): 28.
[2] Ibídem, p.29. La autora advierte
en el testimonio poetizado por Ovidio, a la usanza de la antigüedad clásica, un
posible móvil genésico o preámbulo estético del sistema epistolar herediano que
trastocará en similar desazón vida literaria y vida personal en el destierro.
[3] Ibídem, p.28.
[5] Lo cubano en la poesía. La Habana: Ed. Letras Cubanas, 1998. Página 48: Ni en esta edición, ni en las
dos que la preceden, asumidas
indistintamente por la Universidad Central de las Villas en 1958, y por
el Instituto Cubano del Libro en 1970 se exonera a los motivos piñerianos
carne/risa/desacralización del súmmum teleológico, de anatemas y responsorios.
Lo cual, a mi juicio, representa el continuum de las penalizaciones que
gravitan sobre nuestro acervo cultural. ¿Paradoja historiográfica? ¿Ansias de
hipotecar la huella de la tensión sexual en los presupuestos de la cubanía?
[8] En homónimo ensayo aún inédito, centro las
posibilidades epistémicas del procedimiento en la Historia. La emancipación
revolucionaria iniciada por Carlos Manuel de Céspedes en 1868 es convocada a golpe de campana,
símbolo cuya elocuente expresión de dominio eurocéntrico es interpelado desde
el marasmo genésico de la libertad teológica, por el fluir libertario que
proviene de la beligerancia y el viraje radical del binario alterno/subalterno,
visto, como indica la lógica, a partir de los estudios postcoloniales,
disciplina todavía percibida con no poca reticencia.
[9] Cintio Vitier: "Recuento de
la poesía lírica en Cuba. De Heredia a nuestros días". Obra 3. Crítica
1. Pról. Enrique Saínz. La
Habana: Ed. Letras Cubanas, 2000.
[10] Homi Bhabha: The Location of
Culture. London & New York: Rutledge, 1994, p.1. Agradezco al poeta Juan
Carlos Recio la búsqueda paciente de esta obra en su versión electrónica.
[11] "Como una música inaudita. Las posibilidades del
sujeto en la extraterritorialidad cultural según Lourdes Gil". Videncia No. 21. Ciego de Ávila, 2010, p. 8.
[13] Esta tesis sustentada por Lourdes
Gil, se entrelazaron el montaje epistémico que del fenómeno diaspórico insular
desarrolla Antonio Benítez Rojo en La isla que se repite. Coincide igualmente con los estudios de
James Clifford y William Safran sobre este particular.
[14] Tres citas seguidas. La
primera, el poema de Casal en Las cien mejores poesías cubanas de José María Chacón y Calvo (Ed. Cultura
Hispánica. Madrid, 1958, p. 519). La segunda se refiere al ensayo "De las
reapropiaciones del mito en Los dioses rotos" de Pedro Noa Romero (Videncia. No. 21. Ciego de Ávila, 2010, p. 12). La
tercera y última corresponden a versos del poemario Que el gesto
de mis manos no alcance
de Arístides Vega Chapú (La Habana: Ed. Unión, 2007, p.167).
[15] Una implicación otra del
componente natural como epitome y hallazgo clave, trasladado ahora a la
palestra cultural cubana, respetando a cabalidad la acepción que se obtendría
de palestra al consultar una enciclopedia, aún la más elemental, pudiera ser el
empleo, fortuito o no, del término ciclón para nombrar la publicación seriada
que desactivaría a su análoga Orígenes con la fuerza demoledora que presupone la metáfora
misma. Ver las acotaciones que al respecto emite Jorge Fornet en Los nuevos
paradigmas: prólogo narrativo al siglo XXI. La Habana: Ed. Letras Cubanas, 2007, p.73.
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Más de José LUIS SANTOS EN GRAFOSCOPIO:
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Más de José LUIS SANTOS EN GRAFOSCOPIO:
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